Domingo 14-7-2019, XV del Tiempo Ordinario (Lc 10, 25-37)

«Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó». Muchas veces repetimos ese dicho de “una imagen vale más que mil palabras”. Así pensaba también Jesús. Ante la pregunta fundamental de la existencia humana –«¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?»–, el Maestro responde con una historia. Cada elemento tiene un profundo significado. El camino de Jerusalén –la ciudad santa– a Jericó –la ciudad del pecado– es siempre de bajada, con una fácil pendiente recorrida por todo aquel que se aparta de Dios en busca de una vida más cómoda, sencilla y fácil. Ese deseo de libertad, sin embargo, se ve pronto truncado por unos bandidos, los innumerables vicios y pecados que nos asaltan en cuanto nos alejamos de Dios. El camino prometía felicidad y dicha, pero aquel hombre acabó desnudo, molido a palos y medio muerto. Andando solo por esos senderos desiertos y lejos de su amoroso Creador, el hombre es presa fácil de la violencia, las adicciones, la ruptura, el engaño, la mentira… en definitiva, el hombre se convierte en esclavo de una vida falsa. Así se queda solo y abandonado. ¿No ves en este relato la historia de toda la humanidad, tu propia historia?

«El que practicó la misericordia con él». Inmediatamente, entran en escena dos personajes importantes: un sacerdote –el jefe religioso– y un levita –el sabio por excelencia–. Sin embargo, al ver a aquel hombre medio muerto dan un rodeo y se marchan. En un mundo en el que “todos van a su bola, menos yo que voy a la mía”, nadie es capaz de deternerse a auxiliar a los que están tirados en las cunetas de la vida. La indiferencia se convierte en una epidemia, y el “yo” en el criterio absoluto. Si algo no me aporta ni interesa, pues doy un rodeo, paso de largo y ya está. Tuvo que venir un extranjero, «un samaritano que estaba de viaje», para socorrer a ese necesitado. El samaritano no es otro que el mismo Dios, que siendo “extranjero” a nuestro mundo ha querido venir a Él para curarnos de nuestro lamentable estado. Él es el único que se ha compadecido de nuestra miseria, se ha acercado hasta hacerse uno como nosotros, nos ha vendado las heridas de nuestros pecados y nos ha fortalecido con el aceite de su gracia y el vino de los divinos Sacramentos. Él es el buen Pastor que nos ha cargado sobre sus hombros para devolvernos al redil y llevarnos hasta la posada, la Iglesia. En esa casa, morada para todos, vivimos seguros bajo el cuidado de Dios. Verdaderamente, la parábola emociona. Estamos ante la más maravillosa historia de amor que jamás se haya contado. La historia de la misericordia de Dios con el hombre.

«Anda, haz tú lo mismo». La parábola del buen samaritano no es simplemente una enseñanza sobre la solidaridad y la generosidad, sobre una filantropía más o menos religiosa que nos uniría a todos los hombres en un mismo sentimiento elevado y altruista. Como hemos visto, es la historia de Dios con los hombres. Y nosotros estamos llamados a imitar esa misericordia de Dios. Así como nuestro Señor se ha compadecido de nosotros, así nosotros debemos practicar la caridad con los demás. Debemos comportarnos como el mismo Dios. De ese modo, continuamos en el mundo esa maravillos historia de amor.