Hoy el Señor, en parábola, nos habla de una realidad ciertamente inquietante y a la que todos debemos mucho respeto: el infierno, que aparece como posibilidad de destino tras la muerte.

La muerte es un tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo. Como dijo san Juan de la Cruz, «a la tarde te examinarán en el amor». Y, tras ese examen, esperamos el Cielo, pero el Cielo, claro que sí, pero éste no es algo que tengamos ya ganado, no es un derecho, sino un don que implorar y merecer. Y, si no lo hacemos, aparecerá en el horizonte el infierno, del cual Jesús habla hoy. En ese examen del que habla san Juan de la Cruz, que es el examen particular, es en el que podremos eludir esta realidad, que es un dogma revelado por el mismo Jesús, no un invento de la Iglesia para meter miedo. Por eso es tan importante luchar por amar, por poner orden en el corazón, en la vida, en la familia, en el trabajo, en todo. El orden, tanto interno como externo, es lo que nos salva o nos condena muchas veces.
Y, si Dios es amor y el cielo es una vida junto a Él, si el Cielo es la plena satisfacción de los deseos, el amor colmado, la lógica trinitaria del ser amados y amantes hasta límites insospechados disfrutando de los frutos de esos amores. Si el Cielo es vivir de la alegría certera y plena, esa que no se pasa y que, misteriosamente, se posee, el infierno es justo lo contrario. Es un lugar donde hay una total carencia de amor, incluso por uno mismo. Y no podemos afirmar categóricamente que está vacío, pues, si bien nadie puede afirmar que esté lleno (¡Afortunadamente!), más allá de que lo han dicho algunos místicos, mucho menos se puede decir que está vacío. Esto no es católico.

La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, «el fuego eterno». La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios, en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira. Y hay que afirmar una cosa importante: Dios no predestina a nadie a ir al infierno; para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final. Y Dios lucha hasta el final por nosotros y esta es nuestra esperanza: Dios siempre busca hacerse presente a la criatura para darnos su amor. Como decía Santa Teresa, entre el puente y el río anda Dios.

De todas maneras, del mismo modo que decimos que el Reino de Dios ya está entre nosotros, en cierto sentido, debemos afirmar que el infierno se hace presente también. No caigamos en el error de pensar que es algo que no nos incumbe en el hoy de nuestra vida. Si es el vivir en una total ausencia de amor, allí donde hay soledad, y odio, donde hay rencor no superado, donde hay vacío existencial, donde hay un ego enfermizo, narcisismo… ahí hay prefiguraciones del infierno. Por eso Jesús atacaba tanto esas realidades, por eso siempre une el perdón y el mandato de no pecar más a las curaciones físicas. Y esto requiere unos ojos abiertos a estas realidades. Es deber del cristiano, aunque cueste, aunque a veces fallemos, luchar a conciencia contra esta muerte del alma.

Por eso, sin miedo y con confianza, pedimos al Señor que nazca en nosotros la aversión al pecado, que jamás, jamás permita que nos separemos de Él.