Muchas veces, estando con la gente sencilla, he podido comprobar cuánta verdad hay en las palabras de Jesús: “Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los cielos”. Es increíble la fe que tiene la gente humilde y sencilla.

Cuando he pasado tiempo en algún lugar de esos que nosotros catalogamos como “desfavorecidos” me he convencido de que realmente son “bienaventurados”.

Es imposible olvidar la forma de rezar de esa gente, su mirada clavada en la cruz, sus gestos de verdadera adoración y confianza ciega en Dios. ¿Cómo olvidar aquella ocasión en la que una mujer sabiendo que el sacerdote es el “hombre de Dios”, me pedía a mí que me acercara a su casa a curar a su hija enferma. Por supuesto que fui y oré por ella. No iba a ser por mi falta de fe que Dios dejara de hacer un milagro. Pero hay que reconocer que la situación era como poco embarazosa. Eso es tener fe y lo demás son tonterías.

Por esa fe, la gente hace peregrinaciones de días e incluso semanas y meses caminando hasta algún santuario de María o del Señor. Por esa fe, la gente soporta con paciencia injusticias y sufrimientos ante los cuales cualquiera de nosotros nos rebelaríamos al momento.

Por eso creo entender al Papa Francisco, que vive de la oración de los pobres, cuyo alimento es esa fe que ha palpado entre ellos, cuando se entristece ante la poca fe de los cristianos de este “mundo desarrollado”. No quiero proyectar mis palabras y ponerlas en sus labios, ni mis pensamientos y ponerlos en su mente, ni mucho menos mis sentimientos y ponerlos en su corazón. Pero algo me dice que no ando muy descaminado.

El Evangelio es la Buena Noticia. Pero parece que ese gozo del Evangelio (Evangelii gaudium), esa alegría del amor (Amoris laetitia) o esa felicidad de la santidad (Gaudete et exsultate) no termina de prender en nuestras iglesias particulares de la vieja y triste Europa. Y así nos va… Convenzámonos  de una vez: sólo la alegría sincera despierta en los otros el deseo de Dios. Solo es creíble el testimonio radiante de aquel para quien el encuentro con Cristo ha supuesto un antes y un después en su vida. Solo habla en verdad de Jesús aquel en quien es Jesús el que habla a través de él. El testimonio o es de Cristo vivo y presente o no es más que un rollo pasado. El anuncio del Evangelio o es un compartir la experiencia propia de cómo Dios ha cambiado mi vida o no es más que la tarea ardua de convencer a quien no quiere oír ni hablar de lo que le quiero contarle.

Por ejemplo, ¿puede haber un evangelizador mejor que la mujer cananea del evangelio de hoy después de que Jesús curase a su hija? Seguro que no. A tenor de la insistencia con la que rogó a Jesús por su hija es fácil suponer con qué vehemencia y persuasión hablaría de él a los demás. Y es que el agradecimiento es proporcional a la conciencia de nuestra propia indignidad. Y esta mujer tenía muchísimo de esto último. No le importó identificarse con un pobre perrito “come migajas”.

No importó que fuera pagana, no importó que les siguiera gritando por el camino, no importó que importunara  a aquella comitiva que atravesaba la región de Tiro y Sidón. Lo único que importó fue su fe. “Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”.

Muchas veces la gente que nosotros no consideramos “de los nuestros” nos dan mil vueltas porque con su fe sencilla agradan a Dios mucho más que nosotros. Ellos piden sin desfallecer y por eso reciben. Ellos llaman a pesar de saber que no merecen nada y por eso se les abren las puertas. Ellos buscan sin tirar la toalla y por eso, al final encuentran lo que necesitaban. Eso es tener una fe a prueba de bombas.