Comentario Pastoral

EL RIESGO DEL TESTIMONIO

Aceptar con todas las consecuencias la misión de ser profeta y portavoz de Dios es una dura carga, llena de incomprensiones y de riesgos; porque mantener la fidelidad a Dios es más difícil que ser fiel a los hombres. El profeta de todos los tiempos ha sufrido persecuciones y desconocimiento de los más cercanos. Le pasó a Jeremías, porque hablaba claro; por eso quisieron hundirlo en el lodo del aljibe, para ahogar su palabra. Y le pasó a Jesús, que soportó la cruz y la oposición de los pecadores, renunciando al gozo inmediato. Es un aviso para los cristianos en los momentos de lucha o desánimo.

Aceptar a Jesús nos lleva a ser presencia contestataria en medio de la sociedad y dentro de la propia familia. El seguimiento de Cristo puede suponer en el cristiano continuidad de sufrimientos, de conflictos, separaciones y enemistades.

Cuando se medita la frase de Jesús en el Evangelio de este domingo: «Yo he venido a prender fuego en el mundo», se comprende que hay que anunciar el Evangelio con calor y pasión, sin tibiezas. Con palabras tibias contribuimos a mantener medianías y situaciones difusas.

Siempre el cristiano ha de testimoniar el valor profundo de la paz, que no es comodidad, aceptación de la injusticia o simple convivencia perezosa. Porque Cristo luchó por la verdadera paz, que es la defensa del hombre, murió víctima de la violencia. Quien sufre por amor al Crucificado debe ver en ello una ratificación de la rectitud de su fe y del camino de su vida.

La palabra de Dios es fuego que quema nuestra frialdad, fuerza que nos lanza al futuro, energía que nos mueve a correr, levadura que hace explotar la masa de nuestra hipocresía.

La fidelidad a la Palabra de Dios comporta una lucha contra sí mismo y contra las estructuras injustas y pecadoras que nos asedian. Por eso es necesaria, la perseverancia, para no caer en la enfermedad típica de nuestro tiempo, que se llama superficialidad. El creyente debe ser fiel, vigilante y decidido.

La Palabra de Dios es fuente de comprensión del sentido de la vida y de la historia, con el riesgo de soportar la cruz sin miedo a la ignominia.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Jeremías 38, 4-6. 8-10 Sal 39, 2. 3: 4. 18
Hebreos 12, 1-4 san Lucas 12, 49-53

 

de la Palabra a la Vida

La paz no es el fruto de un proceso de serenidad que uno afronta metodológicamente y desarrolla dentro de sí. No es el final de un camino de desintereses o insensibilidades, no es la meta de un camino relativista. «La paz os dejo, mi paz os doy», dice Jesús en su despedida de los discípulos en el evangelio según san Juan. La paz es un fruto de la Pascua, don que Cristo concede, el Espíritu Santo, pero es también una tarea que debe ser realizada en colaboración con el que acepta el don. Instaurar esa paz requiere ser signo de contradicción; requiere, aun con las mejores intenciones y con las mejores maneras, una división, un discernimiento, una decisión. Sí, realmente, si quieres la paz, has de prepararte para la guerra, para que, desde dentro, desde la propia conciencia, la lucha de cada decisión por Cristo y como Cristo, cree una situación de comunión y orden interior, personal y misteriosa. Como cada persona va acogiendo o rechazando la fe de manera individual, según su propio corazón, así se va estableciendo esa división.

Por eso Jeremías aparece en la primera lectura como signo de contradicción: hay que darle muerte por lo que dice y hace, y sin embargo, hay que salvarle de la muerte por la verdad de lo que ha dicho y hecho. Así se entiende también la advertencia del Señor en el evangelio: «No he venido a traer paz, sino división». Sí, porque no todo el mundo va a tomar la misma decisión ante Cristo, y una decisión tomada en lo profundo del corazón, sea la que sea, se distanciará en la vida de la de otros. Nuestras acciones revelarán que aceptamos o que rechazamos a Cristo. Ciertamente, el Señor ha venido a ser luz en la tiniebla, y eso supone un discernimiento serio que ha de darse en el interior del discípulo, en lo profundo de la conciencia, pero también en la misma sociedad, como sucede con Jeremías en la primera lectura, y en la célula más importante de la misma sociedad como es la familia, en el ejemplo que pone el Señor en el evangelio: en una misma familia, cada miembro decidirá sobre su fe en Cristo según su corazón, y eso creará divisiones con total seguridad.

Y, ¿cuál es el criterio más profundo e importante para decidir sobre Jesús? En realidad, ese criterio lo dibuja Jeremías en la primera lectura: es su muerte. Ante su muerte, incluso muchos que desearon que esta sucediera, se retraen, cambian de opinión, piden su vida reconociendo la verdad que anunciaba. La muerte, no del profeta, que no sucede, sino la de Cristo, que sí se da, será el elemento decisivo: el misterio pascual ha de iluminar la decisión de cada hombre. Jesús no es un líder intocable, no es un personaje ante el que no haya libertad de decisión. Jesús ha pasado por la muerte a la vida eterna, y esto debe ser aceptado cuando, en nuestro corazón, la vida nos pide también a nosotros que se realice el misterio pascual, esto es, negarnos a nosotros mismos, dar muerte a nuestros caprichos, planes o deseos, y dejar que se haga la voluntad del Padre misteriosamente. En mis decisiones, ¿cuáles son producto de mi fe en el misterio pascual de Cristo? ¿cuales evitan que se renueve en mí la Pascua de Cristo? Esa división trae Cristo, esa división bien elegida conduce a la paz, sabiendo del paso por la muerte, que no siempre hay un Ebedmelek que nos ahorre el trance.

En su liturgia, la Iglesia busca animarnos a elegir seguir a Cristo. Quiere provocar esa división, ese discernimiento que nos lleve a desear sólo lo que Dios desea, por la fe en el nombre de Cristo. Por eso, la oración del Salmo responsorial: «Señor, date prisa en socorrerme» busca precisamente esto, que el creyente tome conciencia de que tomando la difícil decisión del seguimiento de Cristo no va a encontrarse solo en la división, no va a encontrarse abandonado ante la muerte a sí mismo, sino sostenido por la paz y el consuelo de Jesucristo, el Espíritu Santo.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica

Transcurridos más de treinta años desde el Concilio, es necesario verificar, mientras reflexionamos sobre la Eucaristía dominical, de qué manera se proclama la Palabra de Dios, así como el crecimiento efectivo del conocimiento y del aprecio por la Sagrada Escritura en el Pueblo de Dios. Ambos aspectos, el de la celebración y el de la experiencia vivida, se relacionan íntimamente. Por una parte, la posibilidad ofrecida por el Concilio de proclamar la Palabra de Dios en la lengua propia de la comunidad que participa, debe llevar a sentir una «nueva responsabilidad» ante la misma, haciendo «resplandecer, desde el mismo modo de leer o de cantar, el carácter peculiar del texto sagrado». Por otra, es preciso que la escucha de la Palabra de Dios proclamada esté bien preparada en el ánimo de los fieles por un conocimiento adecuado de la Sagrada Escritura y, donde sea posible pastoralmente, por iniciativas específicas de profundización de los textos bíblicos, especialmente los de las Misas festivas. En efecto, si la lectura del texto sagrado, hecha con espíritu de oración y con docilidad a la interpretación eclesial, no anima habitualmente la vida de las personas y de las familias cristianas, es difícil que la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios pueda, por sí sola, producir los frutos esperados.

(Dies Domini 40, Juan Pablo II)

 

Para la Semana

Lunes 19:

Jue 2,11-19. El Señor suscitó jueces, pero tampoco les escucharon.

Sal 105. Acuérdate de mí, Señor, por amor a tu pueblo.

Mt 19,16-22. Si quieres ser perfecto, vende tus bienes, así tendrás un tesoro en el cielo.
Martes 20:
San Bernardo, abad y doctor de la Iglesia. Memoria.

Jue 6,11-24a. Gedeón, salva a Israel, yo te envío.

Sal 84. Dios anuncia la paz a su pueblo.

Mt 19,23-30. Más fácil le es a un camello entrar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en
el reino de los cielos.
Miércoles 21:
San Pío X, papa. Memoria.

Jue 9,6-15. Pedisteis que os gobernara un rey, cuando vuestro rey era el Señor.

Sal 20. Señor, el rey se alegra por tu fuerza.

Mt 20,1-16. ¿Vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?
Jueves 22:
Bienaventurada Virgen María Reina. Memoria.

Jue 11,29-39a. El primero que salga de mi casa a recibirme, será para el Señor, y lo ofreceré en
holocausto.

Sal 39,5.7-8a.8b-9.10. Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.

Mt 22,1-14. A todos los que encontréis convidadlos a la boda.
Viernes 23:

Rut 1,1.3-6.14b-16.22. Noemí volvió de la región de Moab junto con Rut, y llegaron a Belén.

Sal 145. Alaba, alma mía, al Señor.

Mt 22,34-40. Amarás al Señor, tu Dios, y a tu prójimo como a ti mismo.
Sábado 3:
San Bartolomé, apóstol. Fiesta.

Ap 21,9b-14. Sobre los cimientos están los nombres de los doce apóstoles del Cordero.

Sal 144. Tus santos, Señor, proclaman la gloria de tu reinado.

Jn 1,45.51. Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño.