Qué difícil les resultaba a los apóstoles impedir que el Señor se pusiera al servicio de los hombres, y mira que lo intentaron. Se pasan el Evangelio procurando poner patas arriba la nueva acción de Dios. Quieren ser los primeros en ocupar las butacas del Reino, buscan impedir que unos que no son de los suyos hablen en nombre de Jesús, Pedro no quiere ser lavado por su Señor durante la Última Cena, el que fuera primer Papa le dice a su Maestro que le desagrada una muerte horrenda para él, ahora los Doce no quieren que los niños estorben su predicación, porque ya se sabe que son como perrillos, se meten entre las piernas de los mayores y sólo saben interrumpir con sus pequeñas demandas.

Las gentes del pueblo le han acercado a unos niños para que les imponga las manos y rece por ellos. El gesto de la bendición del Señor es una muestra palpable de la importancia que tienen los pequeños como educadores de los nuevos cristianos. Cada niño es bendecido por las santas y venerables manos del Señor, como dice bellamente el canon primero de la misa. No queda constancia en el Evangelio, es una lástima, de cómo lo hizo y cuánto tiempo estuvo con cada uno. Pero se supone que aquel que es la Sabiduría de Dios e hizo el mundo sin apremio, no debió tener ni gota de prisa. Le imagino preguntando sus nombres, haciéndose a sus vidas pequeñas, dando gusto a sus conversaciones y, lo mejor de todo, disfrutando mucho. Todos sabemos que hay gente que tiene un don especial con los más pequeños, que en cuanto un adulto abre la boca ellos saben que allí hay uno que entiende su idioma, y entonces van y se ponen bajo su custodia. Los niños que encuentran a un invitado excepcional, se lo toman por confidente y le largan sus juegos. Quizá el mejor cuento norteamericano del siglo XX sea “Un día perfecto para el pez plátano” de Salinger. Un soldado que ha estado en el frente durante la Segunda Guerra Mundial, vuelve psicológicamente enfermo. Durante su estancia en la playa, sólo un niño es capaz de comprenderle y empatizar con él.

¿De que hablarían los pequeños delante de aquel  adulto dispuesto a bendecirlos? Da igual, sus pequeñas cosas se convertirían en una cháchara de oro, además quien escuchaba era el mismo Señor. Ya lo tenemos, los niños son maestros de oración. No hace falta preguntar a un vetusto eremita cómo se llega a dialogar con Dios, los niños te lo cuentan. Cuando se entra con humildad en el taller de oración de los niños, lo primero que se aprende es a saber arrimarse a quien merece la pena. No cuentan cosas banales, sino aquello que les ha afectado profundamente, como las gestiones de un grupo de hormigas con una hoja de roble. Se pronuncian sobre las cosas que les han proporcionado asombro. Qué diferente sería nuestro rezo si delante del sagrario enumeráramos en su presencia cuanto nos produce gratitud o asombro. Qué falsamente ingenuos somos cuando al Señor le inundamos con la elocuencia de nuestras empresas personales, el Señor sólo quiere saber qué nos ha alcanzado en este mundo, qué bienes de allá arriba hemos descubierto.

O aprendemos de los niños o nunca creceremos.