La frase que encabeza el comentario de hoy va a escandalizar a más de uno, especialmente a las almas cándidas acostumbradas a una vida ligera. Cristo vino a traernos verdadera libertad de elección. Los fariseos vivían como herederos de una tradición, les bastaba con ser hijos de Abraham, una circunstancia que no afectaba a su manera de vivir. Es como al que le ha tocado la herencia de los lunares de la madre, los lleva en la espalda como marca de la casa pero no son fruto de su decisión. Cuando uno se decide por algo, ese algo marca profundamente su existencia. El que se casa, ha decidido. El que escoge cortar el cable rojo ha descartado el cable azul. El que quiere ver una película sabe que las próximas dos horas no estarán dedicadas a otra cosa.

Las elecciones menores no suponen ninguna sacudida interior y apenas producen efectos colaterales en quienes nos rodean. Pero cuando la elección afecta a una forma de vivir y compromete hasta el último rincón del alma, inmediatamente se producen consecuencias. Que Pedro escogiera seguir al Señor y prometerle su amor, “sí, Señor, tú sabes que te quiero”, aquella vinculación tuvo como consecuencia la persecución hasta una muerte de cruz, y boca abajo, como sabemos.

La historia de nuestra fe está colmada de roturas familiares en virtud de las elecciones. No hay más que recordar la reacción de Pietro Bernardone al ver a su hijo Francisco renunciado a los bienes de la tierra y saliendo desnudo por la puerta de la ciudad. He leído recientemente en una entrada del diario de Thomas Merton, la historia de una mujer judía, doctora en medicina, que fue una de las tres supervivientes de las tres mil encerradas en un campo de concentración nazi. Allí fue miembro de una poderosa célula comunista organizada entre los prisioneros. Al ser puesta en libertad, empezó a darse cuenta de que el comunismo no le satisfacía. Hizo una peregrinación a Lourdes, atravesando Francia con los pies descalzos, y halló su camino hasta la Iglesia, en la que finalmente se bautizó. Cuántas consecuencias y qué sacudida debió provocar en los suyos su conversión a la fe católica.

Uno de los momentos más importantes en la vida de los padres es cuando llevan a su hijo a la pila bautismal. Allí oyen que su hijo no les pertenece, que su vida no va a ser una prolongación de la carne y la sangre de la familia, sino que allí hay un hijo de Dios, dispuesto a ejercer su libertad. Los cristianos no somos continuadores de un linaje, sino unos enamorados de Cristo que cada día revalidan su elección con actos de fe y de amor. Cuánto debe resonar en nuestro interior uno de esos votos que profesan los monjes del Císter, “la conversión de costumbres”, es decir un cambio real de nuestra manera de proceder en la vida.

La paz os dejo, mi paz os doy”, quien tiene al Señor tiene la paz garantizada, pero la decisión de seguirle provoca estupor en quienes están más cerca