El primer talento que Dios nos ha dado es la vida misma. Por lo tanto, si alguien dice “yo no tengo ningún talento”, ya tiene algo que meditar hoy.

A partir de ahí, podemos meditar sobre la infinidad de talentos que hemos recibido: la familia, la educación, las cualidades, los estudios, los hobbies (no confundir con los hobbits). Considéralo en presencia del Señor. Así nos resultará más fácil ponernos manos a la obra, exprimir más todo ello y ser más fecundos en nuestra vida, tal y como quiere Dios.

También piensa en los tortazos que te has pegado, tus fracasos, tus miedos, y de los que has aprendido un montón. De hecho, las malas experiencias también maduran nuestra vida, nos hacen más fuertes, más sabios. Pero esto a condición de saber aprovechar esos momentos a aprender, como decía Edith Stein, la ciencia de la Cruz. Si no, podemos acabar en el cinismo, el escepticismo o incluso la desesperanza.

Por último, piensa en tu pecado. Ha formado, forma y formará parte de tu vida. Igual que también está presente la gracia. Es importante porque el Señor ama tu vida real, no la ideal que a veces tienes. Y es esa vida real, con trigo y cizaña, donde Dios desea trabajar su obra, y formes tú parte esencial de ella. Además, te ayudará a comprender que el Señor está siempre contigo, pase lo que pase; y que nunca estás solo. En este aspecto, la ciencia de la Cruz alcanza su profundidad mayor como camino a comprender el verdadero amor que Cristo te tiene.

Vivir con el Señor es aprender de sus done, a vivir una vida digna, maravillosa, de auténtico hijo de Dios. Todo lo que te ocurra lo vivirás con Él. No le temerás, porque sabes que busca el bien para ti. Y por eso, junto a la experiencia del pecado, experimentamos la sobreabundancia de la gracia en el sacramento de la confesión o la reconciliación.

Jesús acude a una imagen empresarial, de un señor y sus empleados, y con ello nos permite comprender mejor el concepto de economía de salvación. Se trata de sacar el máximo beneficio: la victoria del bien. Para eso el Señor nos ha creado y nos ha elegido: para que demos frutos buenos, seamos personas de provecho.

El personaje que esconde el talento es aquel que no hace nada, salvo esconder el talento. El Señor es ciertamente exigente, desea que vivamos nuestra vida con amor, pero también con libertad y responsabilidad. Y eso es un peso para cada uno de nosotros, una tarea por hacer cada día. El amor divino no es un buenismo. Y el fracaso ante Él es bueno que nos llene de sonrojo y de vergüenza: el arrepentimiento sincero.

Pero el elemento más destacado del personaje que esconde el talento es el temor, el miedo. Delata en el fondo un corazón apocado. Y esa es una de las grandes enseñanzas de la parábola: todo lo que recibimos como don, es para que lo donemos y de fruto. Si no hago nada, queda estéril. Y Dios no lo es: actúa siempre, generando, creando, redimiendo. No descansa nunca. Entre no hacer nada y hacer algo mal, es mejor lo segundo, porque al menos nos movemos, aunque sea equivocadamente: si se trata de un corazón recto, aprenderá y rectificará. La inacción, en cambio, degenera el corazón humano porque no está creado para eso.

En cambio, la fidelidad a los dones recibidos, es el camino a recorrer. ¡Cuántos talentos tienes! ¡Sé fiel a esos dones!