VIERNES 6 DE SEPTIEMBRE DE 2019

JESÚS HOMBRE NUEVO (Lucas 5, 33-39)

“Nadie recorta una pieza de un manto nuevo para ponérsela a un manto viejo; porque se estropea el nuevo, y la pieza no le pega al viejo. Nadie echa vino nuevo en odres viejos; porque el vino nuevo revienta los odres, se derrama, y los odres se estropean. A vino nuevo, odres nuevos”. Así contesta Jesús a quienes acusan a sus discípulos de comer y beber mientras los de Juan Bautista ayunaban.

Podría haberles dicho, re-escribiendo un texto de la sabiduría de Israel, que hay un tiempo para ayunar y un tiempo para festejar. Pero hizo algo mucho mejor. Les hablo de la novedad. No es la única vez que lo hizo. A Nicodemo le pidió “nacer de nuevo”. Y la predicación del Reino de Dios que inauguraba la llamó “Buena noticia”. Y San Juan, en el Apocalipsis, entusiasmado por la novedad de Jesús, pone en sus labios una bellísima expresión: “hago nuevas todas las cosas”. Y San Pablo, al definir al cristiano, lo hace llamándolo “hombre nuevo”, aquel que destierra de si mismo el “hombre viejo”, que es el hombre sometido al pecado o sometido a la ley, pero no liberado por la novedad de Jesús.

Jesús se presenta como el “Hombre nuevo”. Y quien le sigue no intenta “encajar a Jesús” en su mente, y examinarlo en la criba de sus prejuicios y de sus convencimientos, como hacían los letrados y los fariseos, sino que “a vino nuevo, odres nuevos”. Los discípulos de Jesús, en cambio, rebosaban felicidad, porque habían descubierto en Jesús a alguien completamente nuevo, no sólo una doctrina nueva, sino una persona nueva, es más, habían encontrado en él la horma de su verdadera, y por desconocida nueva, humanidad.

San Pablo VI experimento lo mismo, por eso le entusiasmaba hablar de Jesús, y transmitía así su asombro por él:

Jesucristo es el Mesías, el Hijo de Dios vivo; él es quien nos ha revelado al Dios invisible, él es el primogénito de toda criatura, y todo se mantiene en él. Él es también el maestro y redentor de los hombres; él nació, murió y resucitó por nosotros.

Él es el centro de la historia y del universo; él nos conoce y nos ama, compañero y amigo de nuestra vida, hombre de dolor y de esperanza; él, ciertamente, vendrá de nuevo y será finalmente nuestro juez y también, como esperamos, nuestra plenitud de vida y nuestra felicidad.

Yo nunca me cansaría de hablar de él; él es la luz, la verdad, más aún, el camino, y la verdad, y la vida; él es el pan y la fuente de agua viva, que satisface nuestra hambre y nuestra sed; él es nuestro pastor, nuestro guía, nuestro ejemplo, nuestro consuelo, nuestro hermano. Él, como nosotros y más que nosotros, fue pequeño, pobre, humillado, sujeto al trabajo, oprimido, paciente. Por nosotros habló, obró milagros, instituyó el nuevo reino en el que los pobres son bienaventurados, en el que la paz es el principio de la convivencia, en el que los limpios de corazón y los que lloran son ensalzados y consolados, en el que los que tienen hambre de justicia son saciados, en el que los pecadores pueden alcanzar el perdón, en el que todos son hermanos.

Éste es Jesucristo, de quien ya habéis oído hablar, al cual muchos de vosotros ya pertenecéis, por vuestra condición de cristianos. A vosotros, pues, cristianos, os repito su nombre, a todos lo anuncio: Cristo Jesús es el principio y el fin, el alfa y la omega, el rey del nuevo mundo, la arcana y suprema razón de la historia humana y de nuestro destino; él es el mediador, a manera de puente, entre la tierra y el cielo; él es el Hijo del hombre por antonomasia, porque es el Hijo de Dios, eterno, infinito, y el Hijo de María, bendita entre todas las mujeres, su madre según la carne; nuestra madre por la comunión con el Espíritu del cuerpo místico.

¡Jesucristo! Recordadlo: él es el objeto perenne de nuestra predicación; nuestro anhelo es que su nombre resuene hasta los confines de la tierra y por los siglos de los siglos.