Comentario Pastoral

EL EVANGELIO DE LA MISERICORDIA

El Capítulo 15 del Evangelio de San Lucas, que se lee en este domingo, es verdaderamente el Evangelio de la misericordia. Las parábolas de la oveja perdida y de la moneda encontrada alcanzan su plena expresión en la parábola del hijo pródigo o, como observan muchos exégetas, en la parábola del padre pródigo en misericordia. No es la parábola de una crisis, sino la historia de un retorno, del retorno del hijo pequeño.

La conversión es una inversión de ruta después de un error de camino, una rectificación en el mapa de navegación por la vida. Es sabia decisión del hombre corregir la senda, abandonar el camino equivocado para retornar a Dios, que siempre espera.

Un hombre que mira el camino vacío es un padre que espera contra toda esperanza, que busca al hijo vagabundo y desaparecido. Es el personaje central de la parábola, que pone de manifiesto un amor pródigo en misericordia. Apenas se recorta en el horizonte la figura del hijo triste y solitario, el padre corre a su encuentro para abrazarlo. Y lo reconcilia en el banquete preparado con amor.

Pero hay un tercer personaje en la parábola que merece una aclaración especial: es el hijo mayor, el que cree que no necesita convertirse porque piensa con ojos altaneros, que no necesita convertirse porque tiene fama de honestidad. Su reacción es similar a la de los fariseos de todos los tiempos, que se creen justos y desprecian a los demás, que dan gracias a Dios porque no son ladrones, injustos, adúlteros. El hijo mayor se cree acreedor de su relación con el padre y no deudor. Se olvida de lo que nos recuerda San Pablo: «Todos somos pecadores». Se niega a alegrarse por el retorno del hermano.

La alegría es una consecuencia lógica de la conversión. La alegría de Dios se transmite en el perdón: «Habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no lo necesitan». Debemos suplicar la alegría del perdón. Es necesario recuperar el valor de la reconciliación, celebrándola como sacramento de amor y de alegría. Por eso, la alegría de la salvación debe estar siempre presente en el camino de nuestra experiencia cristiana.

El cristiano debe recrear y manifestar siempre la imagen en Dios Padre perdonador, rico en misericordia, para saber perdonar a los demás y para superar la imagen irritada e integrista del hermano mayor del hijo pródigo.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Éxodo 32, 7-11. 13-14 Sal 50, 3-4. 12-13. 17 y 19
san Pablo a Timoteo 1, 12-17 san Lucas 15, 1-32

 

de la Palabra a la Vida

La Sagrada Escritura está llena de reencuentros. Algunos de ellos, el de Dios con su pueblo, el del pastor con la oveja perdida o la mujer con la moneda, el sublime encuentro del padre con el hijo, aparecen en la Liturgia de la Palabra de hoy.

Sin embargo, podríamos recorrer toda la historia del amor de Dios reconociendo de cuántas formas distintas, por medio de cuántas personas llenas de emoción, Dios mismo manifiesta su amor a los hombres. Estos reencuentros no son casuales. Son fruto del amor de un Dios que apuesta por la humanidad, por cada uno de nosotros. La lectura del libro del Éxodo nos muestra a un Dios que cambia de parecer por el bien de su pueblo, para recuperarlo, para no perderlo para siempre. No se ve que el pueblo cambie su parecer, porque es Dios el que «nos amó primero». Es Dios el que busca al hombre, el que acomoda su ser, su corazón, al hombre, para que este pueda recibir la salvación, la tierra que Dios le ha prometido.

Así, lo que hace bello el camino del hijo al padre en la parábola evangélica es el hecho de que el padre corre al encuentro del hijo, con el corazón antes que con las piernas. Así, el padre manifiesta el camino que ha preparado para reencontrarse con el hijo. Igualmente, es el pastor el que busca la oveja, es la mujer la que busca su moneda.

El salmo responsorial expresa perfectamente lo que el hombre reconoce que Dios hace: Dios es el que borra y lava, es el que crea y renueva, es el que abre los labios al hombre para que este proclame la alabanza de Dios. Solamente si el hombre es capaz de reconocer de qué forma providente, misteriosa, sutil, Dios se hace el encontradizo, encontrará el ánimo y el valor necesarios para ponerse en marcha.

Nosotros no podemos dejarnos engañar por el ruido y el aplauso de lo que hacemos: Dios ya lo ha preparado en el silencio, en lo escondido. Esta enseñanza del encuentro que Dios busca con nosotros la experimentamos, o así deberíamos hacer, en la celebración sacramental. La liturgia no es una acción de los hombres, sino primeramente de Dios, que la prepara y celebra, llamándonos a participar en su alegría. Pero hace que su participación sea escondida, y que todo lo visible quede en manos de nuestra humanidad. Por eso no nos reunimos, Él nos reúne; no nos alimentamos, Él nos alimenta; no nos fortalecemos, Él nos fortalece. Y deja en nosotros la alegría de haber encontrado su gracia, es decir, de un encuentro con Dios que no es fruto de nuestros méritos, sino que Él ha propiciado contando con nuestras debilidades. La alianza con Dios manifestada en la liturgia, entonces, es una invitación a mirar la vida, a afrontarla, como un don suyo. Dios viene y nos provoca para que vengamos. ¿Me reconozco llamado por Dios cuando voy a misa? ¿Busco el abrazo del Padre cuando me acerco a confesar mis pecados en el confesionario? ¿Celebro los sacramentos no como algo debido, sino humildemente, fruto del Dios que quiere reencontrarme?

El encuentro con Dios en la liturgia no se realiza en que esta sea según a mi me parece, según sienta más o menos, sino en la obediencia a lo que manda la Iglesia. Así el Padre sale a nuestro encuentro y nos reviste con el don del Espíritu Santo, don para sus hijos. Sin esa obediencia, a la que el mismo hijo menor de la parábola acepta someterse, el encuentro no se realiza, pues no es un encuentro humano sin más, sino humano y divino, por el Hijo, Dios y hombre. Nuestro encuentro refleja el que en Él ha sucedido por nosotros, una reconciliación perfecta.

Recorriendo la Escritura en busca de estos encuentros es como mejor puedo preparar el que se da conmigo cuando participo en la liturgia, y sobre todo, empiezo a construir el que el Padre, eterna y misteriosamente, en lo escondido, prepara para mí en las Bodas del Cordero.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica

Este aspecto comunitario se manifiesta especialmente en el carácter de banquete pascual propio de la Eucaristía, en la cual Cristo mismo se hace alimento. En efecto, «Cristo entregó a la Iglesia este sacrificio para que los fieles participen de él tanto espiritualmente por la fe y la caridad como sacramentalmente por el banquete de la sagrada comunión. Y la participación en la cena del Señor es siempre comunión con Cristo que se ofrece en sacrificio al Padre por nosotros». Por eso la Iglesia recomienda a los fieles comulgar cuando participan en la Eucaristía, con la condición de que estén en las debidas disposiciones y, si fueran conscientes de pecados graves, que hayan recibido el perdón de Dios mediante el Sacramento de la reconciliación, según el espíritu de lo que san Pablo recordaba a la comunidad de Corinto (cf. 1 Co 11,27-32). La invitación a la comunión eucarística, como es obvio, es particularmente insistente con ocasión de la Misa del domingo y de los otros días festivos.

Es importante, además, que se tenga conciencia clara de la íntima vinculación entre la comunión con Cristo y la comunión con los hermanos. La asamblea eucarística dominical es un acontecimiento de fraternidad, que la celebración ha de poner bien de relieve, aunque respetando el estilo propio de la acción litúrgica. A ello contribuyen el servicio de acogida y el estilo de oración, atenta a las necesidades de toda la comunidad. El intercambio del signo de la paz, puesto significativamente antes de la comunión eucarística en el Rito romano, es un gesto particularmente expresivo, que los fieles son invitados a realizar como manifestación del consentimiento dado por el pueblo de Dios a todo lo que se ha hecho en la celebración y del compromiso de amor mutuo que se asume al participar del único pan en recuerdo de la palabra exigente de Cristo: «Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda» (Mt 5,23-24).


(Dies Domini 44, Juan Pablo II)

 

Para la Semana

Lunes 16:
Santos Cornelio, papa, y Cipriano,obispo, mártires. Memoria.

ITim 2,1-8. Que se hagan oraciones por toda la humanidad a Dios, que quiere que todos los hombres se salven.

Sal 27. Bendito el Señor, que escuchó mi voz suplicante.

Lc 7.1-10. Ni en Israel he encontrado tanta fe.
Martes 17:

1Tim 3,1-13. Conviene que el obispo sea irreprochable; asimismo los diáconos, que guarden el misterio de la fe con conciencia pura.

Sal 100. Andaré con rectitud de corazón.

Lc 7,11-17. ¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!

Miércoles 18:

1Tim 3,14-16. Es grande el misterio de la piedad.

Sal 110. Grandes son las obras del Señor.

Lc 7,31-35. Hemos tocado y no habéis bailado, hemos entonado lamentaciones y no habéis
llorado
Jueves 19:
San Alonso de Orozco, presbítero. Memoria

1Tim 4,12-16. Cuídate tú y cuida la enseñanza; así te salvarás a ti y a los que te escuchan.

Sal 110,7-8.9.10. Grandes son las obras del Señor.

Lc 7,36-50. Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor.
Viernes 20:
Santos Andrés Kim Taegon, presbítero, Pablo Chong Hasang, y compañeros, mártires. Memoria

1Tim 6,2c-12. Tú, en cambio, hombre de Dios, busca la justicia.

Sal 48. Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.

Lc 8-1-3. Las mujeres iban con ellos, y les servían con sus bienes.
Sábado 21:
San Mateo, apóstol y evangelista. Fiesta.

Ef 4,1-7.11-13. Él ha constituido a unos apóstoles, a otros, evangelistas.

Sal 18. A toda la tierra alcanza su pregón.

Mt 9,9-13. Sígueme. Él se levantó y lo siguió.