Para cada uno, a no ser que estemos muy metidos en Dios, el mundo entero gira normalmente en torno a nosotros. Muchas veces pensamos (cuando alguien habla, por ejemplo de un tercero) “esto lo dice por mí”, y no sabemos lo lejos que estamos de la cabeza del que habla en ese momento.

¿Adónde vamos, si respondemos “sí” a la llamada de Dios? La más breve descripción de la misión nos dice el evangelista: “Jesús llamó a doce para que estén con él y para ser enviados”.

Estar con Jesús y ser enviado, salir a conocer personas: estas dos cosas se corresponden, y juntas son el corazón de la vocación. Estar “con Él” significa llegar a conocerlo y darlo a conocer. Cualquiera que haya estado con Él no puede retener para sí lo que ha encontrado, al contrario, tiene que comunicarlo a otros.

“En aquel tiempo, Jesús, levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo: -Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados…” La única forma de entender las bienaventuranzas es “salirse” de nosotros mismos y mirarnos desde el amor de Dios. Los ricos, los saciados, los que lloran, no están diciendo “sí” a Dios, sino a si mismos.

Decir “sí” a Dios no está exento de problemas, de sinsabores y de “renuncias.” Pero son problemas compartidos con Cristo, son sinsabores de nuestra poca fe, que aumenta el Espíritu Santo, son “renuncias” que se ven colmadas por el amor que nos tiene Dios Padre.

Hacen falta obreros en la mies, personas que no vean las bienaventuranzas como una realidad utópica, sin lugar en la vida, sino que las vivan y las hagan realidad en medio del mundo.

Que nuestros pensamientos se vuelquen en María, que vivió su vida completamente “con Jesús” y consecuentemente estuvo, y sigue estando, cerca de todos los hombres y mujeres del mundo entero… y la importancia de la familia como entorno de vida y oración, en donde aprendemos a rezar y en donde tantas vocaciones nacen y se desarrollan.