“El conocimiento engríe, lo constructivo es el amor”…Todos recordamos ese famoso dicho que dice: “El saber no ocupa lugar”. Es gratificante, y nos llena de orgullo, observar cómo el progreso científico y técnico en el último siglo ha dado saltos de gigante. Las nuevas tecnologías, los medios de transporte, los avances médicos, etc., ponen de manifiesto cómo el saber del hombre, llevado a la práctica, puede realizar grandes proezas. La pregunta sería: ¿es ésta toda la sabiduría a la que aspira el ser humano? O, quizás, ¿se trata sólo de un pequeño aspecto del saber? Existe otra sabiduría, que es un don del Espíritu Santo, y que abarca la totalidad de lo creado, y no sólo aspectos parciales o especializados de la realidad.

Hay una experiencia universal evidente: cuando el hombre se aparta de Dios, el conocimiento se transforma en engreimiento. Cuántas filosofías y formas de pensamiento que se han declarado autónomas respecto a su Creador, en esa presunta independencia, se han vuelto contra el propio hombre. En muchos momentos de la historia hemos creído romper la barrera del ser dominados, para entrar en el domino de la naturaleza, por ejemplo. Pero la respuesta ha sido, en último término, darnos de bruces con la “testarudez” de la realidad, porque siquiera hemos comenzado a conocer un mínimo de la insondable realidad que nos rodea, y ya la propia naturaleza nos viene con sorpresas que escapan a todo control humano (terremotos, cataclismos, la vejez, el origen de la vida, la propia muerte… Por no hablar de otros sucesos, que vienen de la mano del mismo hombre, como son las guerras, los azotes del terrorismo, etc., y de los que también pedimos una explicación). Como dirá el propio san Pablo: “Quien se figura haber terminado de conocer algo, aún no ha empezado a conocer como es debido”.

Más que llenarnos de pesimismo, nos debería de llenar del santo orgullo de lo que recibimos de Dios. Sólo en Él se encuentra el conocimiento y la sabiduría. Es más, Dios la da a los sencillos de corazón, a los que, lejos de presunción y vanagloria, buscan su voluntad por encima de cualquier interés. Más allá de cualquier matiz de la sabiduría humana, se encuentra la respuesta al propio sentido de nuestra vida, y el por qué estamos aquí, y en este instante de la historia.

El único saber que no ocupa lugar es el de Dios. Pregúntate, sinceramente, si le has pedido alguna vez al Espíritu Santo el don de la sabiduría. Te asombrarás de los resultados. Se trata de una pequeña semilla, invisible a los ojos, pero que Dios hace crecer en tu interior, para que tus dudas, perplejidades y contrariedades, dejen paso a ese hermoso fruto que te hará saborear lo divino que hay en el orden de lo creado, incluso en medio de tanta dificultad. La huella de Dios se muestra extraordinariamente palpable cuando todo se mira desde su eterno designio… nada se escapa a su mirada y a su saber, ¡nada en absoluto!

Un principio de su sabiduría nos la muestra Jesús en el Evangelio de hoy: “A los que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian”. Saborea por unos instantes estas palabras del Señor en tu corazón. De la misma manera que ese vino de crianza, que sólo al descorcharse ya desprende un olor agradable y penetrante, te resultará extremadamente apetecible al paladar del alma… y ese instante durará todo el tiempo que quieras. Deja que esas palabras calen hasta los “tuétanos” de tu corazón. Irás percibiendo, por ejemplo, que la misericordia de Dios es algo muy distinto a una pasión sentimental, o una afectividad pasajera. Conocerás por qué el Amor de Dios sólo se explica desde la Cruz… y querrás quedarte ahí por mucho tiempo…, sin querer “saber” nada más.

¡Madre de mi alma!, de ti se puede decir, como de nadie, las palabras de tu Hijo: “Os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante”. ¡Llena de gracia!, ¡llena del Espíritu Santo!… Rebosas de sabiduría divina, porque en la infinitud de tanta humildad se “encaprichó” el Amor de Dios.