“¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!”.

¿Cómo es capaz Dios de hacer semejante locura en la Eucaristía, y hacerla tan asequible al hombre? … ¡Esa es la raíz del anuncio del Evangelio! Sin ser motivo de orgullo, nos encontramos con la grave obligación de “dar a conocer el Evangelio, anunciándolo de balde, sin usar el derecho que me da la predicación del Evangelio”, tal y como dice el Apóstol Pablo.

Lo que hemos recibido gratis, hemos de darlo gratis. Ése es el gran discurso de la gracia y de la misericordia divinas. Nos hemos puesto en manos de Dios libremente, y nos hemos hecho servidores de cada uno de los hombres para ganarlos a la vida eterna.

El sacerdote, por ejemplo, desde la Eucaristía hasta el sacramento de la Reconciliación (pasando por la predicación y la administración de otros sacramentos) son dispensadores de los grandes tesoros del Cielo. Pero también, los que no han sido ordenados ministros de la Iglesia también participan de un “sacerdocio común”, y han de colaborar en esa dispensación para cubrir el mundo del “buen olor de Cristo”.

“Ya sabéis que en el estadio todos los corredores cubren la carrera, aunque uno solo se lleva el premio”. La meta del Cielo no es una utopía para contentar a los “tontos”. Tú y yo sabemos dónde hemos de poner el corazón (aunque, una y otra vez, experimentes el barro de tus caídas, y mordamos el polvo de tantas miserias), y sabemos que ninguna ciencia humana nos va dar una respuesta clara y nítida, como la da el Evangelio. Por eso, todos a una, gritamos con san Pablo: “¡Corred así: para ganar!”. ¿Privaciones?, ¿renuncias?, ¿críticas?, ¿malas miradas?, ¿levantarse continuamente?… ¡y qué!

No nos dirigimos al Cielo por un hecho fortuito del destino. La recompensa que Cristo nos ha prometido no hay que pedirla por catálogo, ni suplicarla como el que espera un premio de consolación. La sangre preciosa de la Redención, ganada por Cristo en la Cruz, nos alcanza esa meta… y mucho más, infinitamente más.

“Un discípulo no es más que su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro”. Pues bien, cada a uno a lo que tiene que hacer (estudiar, trabajar, ser buenos padres, mejores hijos, desprendidos ciudadanos…), que ya vendrá la “hora” para cada cual.

No pensemos que lo que se nos encomienda desmerece de lo que puedan hacer otros… nunca hagamos caso de esas aureolas humanas, que parecen deslumbrar, pero que al final acaban en nada … Los triunfos para Dios. Lo demás, “ni ‘fu’, ni ‘fa’”. Y, como decía un amigo sacerdote, “si hubiera que decir algo, sería más bien ‘fu’ que ‘fa’” … ¿entiendes?

Por lo demás, el mayor fuego lo dejamos en manos de María… Ella, con su acostumbrada ternura, nos mira con una sonrisa. Lo demás, ¿qué más da?