“¿Qué puede decirnos la tercera caída de Jesús bajo el peso de la cruz? Quizás nos hace pensar en la caída de los hombres, en que muchos se alejan de Cristo, en la tendencia a un secularismo sin Dios.

Pero ¿no deberíamos pensar también en lo que debe sufrir Cristo en su propia Iglesia? En cuántas veces se abusa del sacramento de su presencia, y en el vacío y maldad de corazón donde entra a menudo. ¡Cuántas veces celebramos sólo nosotros sin darnos cuenta de él! ¡Cuántas veces se deforma y se abusa de su Palabra! ¡Qué poca fe hay en muchas teorías, cuántas palabras vacías! ¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia! ¡Qué poco respetamos el sacramento de la Reconciliación, en el cual él nos espera para levantarnos de nuestras caídas! También esto está presente en su pasión.

La traición de los discípulos, la recepción indigna de su Cuerpo y de su Sangre, es ciertamente el mayor dolor del Redentor, el que le traspasa el corazón. No nos queda más que gritarle desde lo profundo del alma: “Señor, sálvanos”.

“En aquellos días, el pueblo estaba extenuado del camino, y habló contra Dios y contra Moisés.” Suele ser una buena excusa la de estar cansado para ofender a Dios: “es que me ocurrió…,” “me pasó…,” “no se dan cuenta…,” en definitiva: tonterías. Pues “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz.”

Nada tiene justificación ante el leño de la cruz. Pero tras las lágrimas, que son necesarias, escucharemos esa voz que dice: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.” Y entonces, aun en medio de nuestras miserias, nos levantaremos y diremos: “Bendita y exaltada sea la cruz de Cristo. ¡Feliz culpa que mereció tal Redentor!” …

Palparemos la misericordia de Dios, la acción del Espíritu Santo, la paternidad entrañable de Dios. Y nos enfrentaremos a nuestras miserias, pues Él las ha hechos suyas, y confiaremos en su Gracia, que es quien nos sostiene y amaremos profundamente a la Iglesia que nos tiene en su seno.

Celebramos también a la Virgen María. Ella es la que hace que no huyamos escandalizados de la cruz y que descubramos que esa cruz, la de Cristo, es en realidad la nuestra.