Un centurión, se nos dice, tenía un criado enfermo y había oído hablar de Jesús. Al principio no se acerca él en persona sino que envía a unos mediadores, unos ancianos de los judíos, para que intercedan por él. Más adelante se nos señala que aquello no lo hizo por orgullo ni abusando de su autoridad, sino, confiesa él “tampoco me creí digno de venir a ti personalmente”. Aquel centurión creía en el poder de Jesús pero no conocía hasta donde llega su misericordia. Por ello interpuso a unos mediadores. Podríamos decir que se encontraba entre el temor y la esperanza.

Los judíos le hablan a Jesús de las buenas obras de aquel hombre. No era un judío pero sentía afecto hacía la gente de Israel e incluso les había edificado una sinagoga. Aquellos hombre proceden mostrando a Jesús las buenas obras del centurión. Es un proceder lógico. De manera espontánea deseamos el bien para aquellos que percibimos como buenos. Jesús les escuchó y se puso en camino con ellos. El centurión ha temido acercarse al que tiene poder, pero Jesús si que va al encuentro del que tiene necesidad. Dios se hace cercano.

Lo primero que vemos es el poder de la intercesión. Mucha gente nos pide que recemos por ellos. No debemos dejar de hacerlo. Me gusta imaginar esos coloquios que se dan en el cielo en que los santos y la Virgen María presentan a Dios, a diario y sin interrupción, las necesidades de los hombres. Diálogos sin palabras en los que se fijan en cuánto de bueno hay en cada uno de nosotros. Nada pasa desapercibido a la mirada de Dios, pero también quiere que nosotros descubramos esos rastros de bondad en los demás. Interceder es una bonita obra de misericordia. Recordar ante Dios, en nuestra oración a este o aquel, que pasan por un momento de dificultad le gusta a Dios y nos une al Corazón de Jesús, que no deja de pedir por nosotros.

La escena tiene un desenlace inesperado. No por la curación que Jesús realiza. Ya conocemos el poder de Jesús para obrar milagros. La sorpresa no está ahí sino en el elogio que hace el Señor del Centurión: “Os digo que ni en Israel he encontrado tanta fe”. Aquel centurión, que no participaba de las esperanzas de Israel, tiene sin embargo una fe mayor que la de aquellos que han acudido a Jesús a pedir por él. A la confianza en el poder de Jesús se une la conciencia de su indignidad. No va a Jesús como quien acude a un mago. Tampoco se engríe en sus obras. No dice como sus mediadores he hecho esto o aquello, sino “Señor, no te molestes, no soy digno…”.

El amor de Dios siempre es una gracia. Jesús viene a nosotros gratuitamente. Es misericordioso. Lo que espera es que tengamos un corazón dispuesto a acogerlo. No se trata de un intercambio de favores. Hay un don que se nos ofrece y que espera que sepamos acogerlo como lo que es: amor que se da con generosidad. Para acoger ese don necesitamos de la fe. No somos dignos pero el Señor se diga a venir a nosotros. Es hermoso que la Iglesia haya recogido las palabras del centurión en el momento de la comunión. Sí, Jesús viene a nosotros en la Eucaristía. Somos mendigos a los que él atiende con la dádiva de su propio Cuerpo y de su Sangre. Él viene a sanar nuestras enfermedades y a darnos su amor. Señor, aumenta nuestra fe.