En menos de dos horas acudiré a rezar un responso por una feligresa. Al preparar el comentario de este martes me encuentro con estas palabras de Jesús dirigidas a una viuda que acaba de perder su único hijo: “No llores”. Es un evangelio que siempre me ha impresionado. Además, subraya el evangelista, el Señor le dirigió la palabra porque se había compadecido de ella. Pienso en la fuerza y ternura con que Jesús pronunció esas dos palabras. Cierto que el Señor, de inmediato, resucitó al muchacho, pero Jesús pronunció antes esas palabras. No le dijo, una vez el hijo hubo vuelto a la vida: ya puedes dejar de llorar. No, se lo dijo antes.
Dentro de un rato me encontraré con gente que llora la muerte de un familiar. Me gustaría transmitirles el consuelo que nos da el evangelio de hoy. Ciertamente no se trata de que dejen de brotar las lágrimas sino de que estas no ahoguen la esperanza. Como escuchamos en el evangelio de hoy: “Dios ha visitado a su pueblo”. No estamos solos ante la muerte. Es más, sabemos que Jesús ha muerto y ha resucitado y, por tanto, la muerte ha sido vencida. Estamos tristes cuando perdemos a un ser querido, sí. Pero también tenemos esa certeza de que gracias a Cristo ese no es el fin de nuestra existencia. Nos espera la resurrección en el último día.
La enfermedad y la muerte nos afligen, pero la fe ilumina nuestro corazón y nos hace caminar con esperanza. Ante la muerte hemos de recordar siempre esa compasión de Jesús. Hay un texto de Isaías en el que, refiriéndose al reino mesiánico, se dice que allí el Señor enjugará toda lágrima. Dios no deja de mirarnos con bondad. Los cristianos hemos de recuperar la fuerza para, con la misma compasión de Cristo, con su afecto, poder decir a los demás, y quizás también a nosotros mismos, que nuestro llanto de tristeza no es lo último que podemos hacer ante la muerte de alguien, sino que hay una palabra que sólo puede pronunciar Dios desde su bondad: Él nos llama a la vida y Él tiene el poder de resucitar a los muertos.
Hay quienes han visto en esta escena una referencia a la misma muerte de Jesús y a las palabras que dirigiría a su Madre, María. De esa manera le estaría diciendo a la Virgen que por su muerte iba a venir la vida. Pero, en cualquier caso, lo que nos enseñan es que hemos de afrontar todas las situaciones de dolor con la certeza de la victoria de Jesús. Así, él nos da su amor para llevar también nosotros el consuelo a los demás. Dios no deja de visitarnos y, muchas veces esa cercanía se manifiesta a través de la caridad de los cristianos. En toda circunstancia adversa hemos de ayudar a descubrir que el amor de Dios es más fuerte y que él no nos deja. La respuesta a cualquier mal es el amor. Jesús nos lo manifestó con su entrega hasta la muerte. Nosotros ahora podemos ser testigos de ese amor y llevarlo a los demás porque, por Él, tenemos vida.
El llanto lógico de una despedida, aunque no para siempre, a mi modo de ver esa es la actitud, la que tomó Jesus cuándo le dijeron que su querido amigo Lázaro había fallecido.
Verdaderamente la sabiduría de Dios es inabarcable. En la crudeza del dolor sin tapujos, Jesús nos dice “no llores”. Pero no nos lo dice desde la posición del que no sabe de lo que habla. Dios se hizo hombre no para ser alabado o para mostrar su supremacía. Dios se hizo hombre para servir y padeció el dolor de los hombres en su propia carne. Cuando Jesús nos dice “no llores” nos lo dice desde la posición del incondicional que siempre está ahí, que nos dice “conozco lo que estás pasando porque lo he vivido, me hice hombre” y estoy a tu lado. Y ese amor, esa certeza da calma, esperanza y paz. Y finalmente nos dice “el mal ha sido vencido, nunca tuvo la última palabra”. Y para esto vino Dios al mundo, para decirnos todo esto y mucho más. Verdaderamente la sabiduría De Dios no es la de los hombres.