Santos: Andrés Kim, presbítero, y Pablo Chong, mártires de Corea; Ciro, Clicerio, Filigonio, obispos; Miguel, Teodoro, Susana, Felipa, Sócrates, Dionisio, Eustaquio, Teopista, Agapio, Teopisto, Prisco, Evilasio, Privato, mártires; José María de Yermo y Parres, sacerdote y mártir; Fausta, Cándida, vírgenes; Montano, monje; Gregorio, Pedro, Demetrio, Isabel, anacoretas

En el año 1784 introdujo el cristianismo en la península de Corea un intelectual coreano bautizado en Pekín. Por los misteriosos caminos que solo Dios conoce, encontró su semilla un campo excepcionalmente bien dispuesto. Abundaron las conversiones y, como la administración del bautismo no está monopolizada por el sacerdocio, allí crecieron en número y calidad, aunque sin jerarquía. Vino también la persecución sangrienta hasta el punto de que temieron desaparecer los cristianos de Corea.

A los diez años llegó desde Pekín un sacerdote chino para atender a los cuatrocientos cristianos que allí quedaron; era el año 1794. A comienzos del siglo xix se ha multiplicado por dos aquella pequeña cristiandad; pero vuelve otra vez la persecución que se lleva por delante al presbítero que la conducía, al matrimonio formado por Juan Niou y Lutgarda y a tres centenares más de cristianos.

La Sagrada Congregación de Propaganda Fide crea el Vicariato Apostólico de Corea y confía al seminario de Misiones Extranjeras su atención espiritual y evangelización. Nombra vicario al sacerdote secular francés Lorenzo José Mario Imbert a la sazón misionero en China, y lo consagra obispo.

Había nacido Lorenzo José en Aix-en-Provence en el seno de una familia muy pobre; tanto que aprendió a leer por la compra de un abecedario que se adquirió un día con una moneda caída en la calle y con la ayuda de una vecina que le enseñó. Su afán de aprender le llevó por la vía autodidacta a capacitarle para entrar en el Seminario de Misiones Extranjeras y, una vez ordenado sacerdote, embarcar en Burdeos para China, donde le sorprendió su nombramiento en el 1837 para el vicariato de Corea. Al llegar a la misión coreana le esperaban ya los dos sacerdotes franceses Filiberto Maubant, de la diócesis de Bayeux, y Santiago Honorato Castan, de la de Digne.

Ahora es preciso habituarse al clima continental, extremadamente frío y caluroso y a las costumbres del lugar. Se suceden los meses de oración y aprendizaje; pasan hambre. El obispo tiene su poca salud metida en un cuerpo débil, pero eso no le impide el cuidado de sus seminaristas, que incluye dirección espiritual y clases de teología. ¿Pastoral? Administra bautismos y confirma, confiesa, celebra la Misa con harta piedad, asiste a matrimonios. Claro que todo esto había de hacerse no solo en la clandestinidad, sino hasta en secreto para evitar en lo posible lo que era fácil temer que pudiera pasar. En efecto, a los dos años, justo el 11 de agosto de 1839, lo detuvieron; dispuso del tiempo justo para avisar a los sacerdotes Filiberto y Santiago que se apresuraron a escribir –antes de ser apresados– unas cartas, y redactar memorias dirigidas a la Sagrada Congregación y al Seminario de Misiones, documentos que están datados con fecha 6 del mes de setiembre.

El interrogatorio del día 15 no se montó para dilucidar acerca de su culpabilidad ni sobre la determinación de la pena que había de imponérseles; ambos extremos estaban previamente decididos; lo que les interesa ahora a los miembros del tribunal es conseguir una formal denuncia de los que han dado el paso a la nueva religión. Piden nombres que con total firmeza y claridad se niegan a dar los tres pastores. Recibieron una cruel paliza que se repetirá al día siguiente y otras veces más hasta el 21 de setiembre, día en que son asaeteados, cortadas las orejas, atravesados los oídos, metidos en cal viva y atravesados por los sables.

Pero Corea da para más.

Preocupados por el porvenir de la Iglesia coreana y de su evangelización, ya habían dejado los misioneros la herencia sacerdotal en un nativo: Andrés Kim. En la misma clandestinidad, mandó llamar más misioneros y se hizo cargo de la misión. Lo sorprendieron en este oficio que dejó para ser encarcelado, torturado y muerto en 1846, junto con diez catequistas y una muchedumbre de fieles cristianos entre los que se entresacan setenta y cinco que son venerados como mártires, de toda condición, sexo y edad. El papa Pío XI, en el discurso de canonización del 1925, dice que aquella muchedumbre «mostró tanta constancia en profesar la fe, que en manera alguna pudo la rabia de los perseguidores llegar a vencerla. Ni las cárceles largas y horribles, ni los tormentos cruelísimos, ni el hambre y la sed con la que ellos eran probados, ni otros horrendos suplicios, ni el terror y los halagos de aquellos jueces impíos, ni la edad juvenil o la ancianidad, ni el amor materno, ni la piedad filial, ni el dulce yugo del matrimonio fueron capaces de superar la fortaleza y firmeza de aquellos mártires».

Claro que la noticia se desparramó por todo el mundo, que quedó horrorizado al conocer la cerrazón de la sin-razón, la verdad.

Lo que no tengo yo muy claro es si estos hechos tuvieron suficiente fuerza como para que los contemporáneos ilustrados occidentales –tan listos ellos y cristianizados desde diecinueve siglos atrás– llegaron a caer en la cuenta de que la sola razón –por más que se la deifique– es incapaz de conducir al hombre al extremo de dignidad que lleva hasta dar la vida completa por la fe en Cristo, que es la Verdad. Ni tampoco sé si hoy estamos convencidos de que enfrentar la razón y la fe, haciéndolas irreconciliables, tiene como consecuencia directa limitar en el hombre su capacidad de conocer a Dios y de amarle.