La parábola que encontramos en el evangelio de hoy no deja de causar un cierto desconcierto. ¿Acaso Jesús está elogiando a quien comete un fraude? La unidad de toda la enseñanza del Señor y las mismas palabras que leemos tras la parábola indican que no es así. Diversos comentadores han señalado que en lo que hay que fijarse es en la astucia del personaje, elogiada por el mismo amo de la parábola. Algo parecido a cuando Jesús nos dice que hemos de ser astutos como serpientes, afirmación también sorprendente en un principio, pero que, en seguida entendemos, no celebra la maldad sino que llama a poner en la práctica del evangelio el mismo empeño que encontramos con frecuencia en quienes obran el mal.

Pero, además, se nos indica cómo podemos emplear esa astucia. Jesús habla del “dinero de iniquidad”. La relación con la riqueza, para muchos cristianos, puede no ser fácil. Pero el Señor nos muestra un camino. Con ese dinero debemos hacer amigos que después puedan recibirnos en las moradas eternas. Inmediatamente se nos sugiere que hemos de ayudar a los pobres, a los necesitados, a los santos, a hacer mejor la vida de los demás. El dinero, que por su misma naturaleza, se ordena a la adquisición de bienes efímeros, adquiere un nuevo valor. Es hermosa la expresión del Señor. Porque la vida eterna no puede comprarse, pero sí que en la tierra podemos establecer relaciones que duren para siempre y eso pasa por la limosna, por la liberalidad, por la generosidad,… Ahí encontramos un doble criterio: la riqueza hay que poseerla de tal manera que no nos cierre en nosotros mismos ni en una red de relaciones que nos acorrale en el horizonte de este mundo. Así sucedía, por ejemplo, en Roma donde existía el llamado clientelismo. Consistía este en que gente con recursos alimentaba a pobres con el fin de obtener después su apoyo.

Es maravilloso ver como el Señor viene a sanarlo todo. Jesús no arremete propiamente contra la riqueza en sí misma, sino contra el poseer desordenado, que nos esclaviza y distrae nuestro corazón para que se conforme con bienes perecederos y no anhele los eternos: “no se puede servir a Dios y al dinero”. También en la riqueza injusta podemos ser fieles, dice el Señor. Él no destruye nada. No nos dice: “vivís en un mundo horrible del que tenéis que intentar huir”. Nos anima a ser fieles y a hacer amigos. Con él se puede cambiar la que parece una dinámica imparable en la que el dinero se convierte en un absoluto y los demás en competidores que pueden disminuírnoslo o arrebatárnoslo.

También señala Jesús que todo ello no es nuestro, es ajeno. En la parábola vemos que el administrador salva su situación no con bienes propios, sino abusando de los de su amo quien, por otra parte, le deja hacer. Straubinguer comenta que quizás aquí podemos ver una exhortación a predicar la bondad y la misericordia de Dios que vienen de su amor, y a no dejar a los demás con pesadas cargas que no pueden soportar. Recuerdo a un sacerdote que cada día se dejaba engañar por una persona que venía a pedirle ayuda. Un día me comentó: “hoy le he dado más dinero porque me ha contado una historia tan inverosímil que me ha conmovido su inventiva”. Como el amo de la parábola, que alaba a quien le defrauda, la verdadera caridad no sólo cubre la indigencia del otro, sino que nos ayuda a descubrir cuanto hay de bueno en él. ¡Qué Dios no permita de que con nuestra limosna humillemos a nadie ni que poseamos de tal manera los bienes que cerremos la puerta a la felicidad de otros!