Lunes 23-9-2019, XXV del Tiempo Ordinario (Lc 8, 16-18)

«Nadie enciende un candil y lo tapa con una vasija o lo mete debajo de la cama». En algunas ocasiones, las palabras de Nuestro Señor sorprenden por lo obvias y evidentes que parecen… Y hoy es un día de esos. Nadie enciende una lámpara para luego taparla con una manta y quedarse a oscuras. Nadie que quiera ver coge una caja para tapar una bombilla. O lo que es lo mismo, la luz sirve para alumbrar. Si una luz no alumbra, no sirve para absolutamente nada. En definitiva, da igual que una lámpara no alumbre porque esté tapada, o porque no esté encendida, o porque no haya lámpara en absoluto; es exactamente lo mismo: no hay luz y no se ve nada. Hasta aquí, lo que dice Jesús es evidente. Pero ya habrás comprendido que Cristo no está dando una clase de economía doméstica para ahorrar apagando luces que se han quedado encendidas… No, porque Jesús no es un electricista. Él está hablando de ti y de mí. Cada uno de nosotros somos una lámpara. De hecho, en el día de tu Bautismo -no creo que te acuerdes- el sacerdote te dio a ti y a tus padres una vela que había sido encendida del Cirio Pascual, diciendo: «Recibid la luz de Cristo. A vosotros, padres y padrinos, se os confía acrecentar esta luz. Que vuestros hijos, iluminados por Cristo, caminen siempre como hijos de la luz. Y perseverando en la fe, puedan salir con todos los santos al encuentro del Señor». Tú y yo somos lámparas. O servimos para dar luz o no servimos para absolutamente nada.

«Lo pone en el candelero para que los que entran tengan luz». En el sermón de la montaña, Jesús había dicho a sus discípulos: «vosotros sois la luz del mundo». Cada uno de nosotros, cristianos, somos una luz que debe alumbrar a todo el mundo, a todos los hombres. Dios nos ha puesto en el candelero para dar luz y calor a nuestro alrededor. Dios te ha puesto en tu familia, en tu trabajo, entre tus amigos, en tu barrio, en tu parroquia, en todos tus ambientes… para que allí seas luz. Este es tu candelero: tu vida de cada día. Pero no debes olvidar que la luz que irradiamos a los demás no es nuestra. Jesús dijo de sí mismo: «Yo soy la luz del mundo». ¿Lo ves? Nosotros somos luz porque reflejamos su luz. Nosotros alumbramos porque vivimos como Él vivió, porque llenamos el mundo con el resplandor del Evangelio, con el esplendor de la Verdad. En medio de un mundo lleno de tinieblas, somos esas farolas que alumbran en la oscuridad. Esta es nuestra vocación. Lo dice también san Pablo: «así seréis irreprochables y sencillos, hijos de Dios sin tacha, en medio de una generación perversa y depravada, entre la cual brilláis como lumbreras del mundo, manteniendo firme la palabra de la vida».

«Nada hay oculto que no llegue a descubrirse, nada secreto que no llegue a saberse o a hacerse público». Estas palabras quizás nos dan un poco de miedo, o vergüenza tal vez. Todo lo que hacemos se sabrá un día… Cuántos se imaginan a un Dios que les está siempre observando, más parecido a un examinador implacable que a un padre lleno de ternura. Sin embargo, estas palabras más bien nos llenan de esperanza. La luz del Evangelio, que tantas veces parece oculta por los poderes de este mundo, que brilla secreta en medio de tanta oscuridad, llegará un día que se descubra en todos los rincones de la tierra. Jesucristo, nuestro Dios, es la luz del mundo. Él es el vencedor de la oscuridad. Como pasa cada mañana cuando la noche, incluso la más oscura, acaba al salir el sol. Así, la Luz de Cristo vencerá definitivamente a toda tiniebla.