Viernes 27-9-2019, XXV del Tiempo Ordinario (Lc 9, 18-22)

«Jesús les preguntó: “¿Quién dice la gente que soy yo?”». El Evangelio de la Misa de ayer nos hablaba de los deseos que debemos tener de conocer a Jesús. De verle, tratarle y buscarle en el Evangelio. Hoy la pregunta te la hace el mismo Señor. Se la hizo hace 2.000 años a sus más íntimos amigos. Y desde entonces esa pregunta ha resonado a lo largo de los siglos como si fuera el primer día. Métete en el grupo de los Doce, hazte un hueco entre aquellos que seguían más de cerca a Cristo. Con ellos puedes contemplar cómo Jesús ora a su Padre en la soledad. Y luego, si te metes en la escena, verás como se levanta y viene hacia ti. Su rostro está radiante, y con sus ojos te atraviesa el corazón. Viene al grupo de los Doce, viene a ti. La pregunta resuena en el interior de cada uno. Es como si te la estuviera dirigiendo sólo a ti. Jesús te mira fijamente –te conoce ya de hace mucho– y con voz suave pero firme te hace la pregunta más importante de tu vida: «Y tú, ¿quién dices que soy yo?».

«Pedro tomó la palabra y dijo: “El Mesías de Dios”». No creo que la pregunta que te acaba de hacer Jesús se pueda responder a la primera. Pedro era muy impulsivo, le podía el ansia, y habla casi sin pensar. Responde inmediatamente. Pero no sabe lo que está diciendo. Tú y yo preferimos pensar más despacio la respuesta. De ello depende toda nuestra vida. De ello depende nuestra eternidad. Quizás en la oración de hoy sólo debamos dejar que la pregunta de Jesús resuene en nuestro interior: “¿Quién digo yo que eres tú, Jesús?”. No te importe equivocarte a la primera. No hay una única respuesta válida. Pero tómate tu tiempo. Es fácil dar una solución precocinada, aprendida quizás a papagayo. Sin embargo, Cristo quiere tu respuesta: la que sólo tú puedes dar. ¿Quién digo yo que eres tú, Jesús?

«El Hijo del hombre tiene que padecer mucho». Todos sabemos que hay preguntas que no tienen respuesta. Y hay otras, y estas son las preguntas que de verdad importan, que nunca se acaban de responder. Una vez que le hemos dicho con sinceridad al Señor quién creemos que es Él, inmediatamente reconocemos que tenemos que aprender una y otra vez la respuesta. Porque no queremos un Jesús a nuestra medida, un Jesús imaginado y pensado por nosotros, un Jesús que no nos traiga nada nuevo. Por eso, esa pregunta debemos hacérnosla cada día para cada día aprender más y más sobre el Señor. El día que lleguemos a pensar que ya conocemos a Cristo, estaremos perdidos. Ojalá nunca llegue ese día. Todo lo contrario, qué buena oración sería oír cada mañana al Señor que, mirándonos, nos hace siempre la misma pregunta: «¿Quién dices tú que soy yo?».