Domingo 29-9-2019, XXVI del Tiempo Ordinario (Lc 16,19-31)

«Había un hombre rico». En este mes de septiembre comenzamos de nuevo el curso. Como si fuéramos un barco saliendo de puerto, Dios nos invita a marcar el rumbo de nuestra vida. ¿Adónde queremos ir? El Señor nos regala una nueva oportunidad, un nuevo tiempo. Los Evangelios de estos domingos parece que están pensados para ayudarnos a poner correctamente el rumbo. La semana pasada, Jesús nos llamaba a elegir entre Dios y las riquezas, entre Dios y nosotros mismos. Hoy, nos muestra una nueva elección radical: los demás o yo. Jesús habla de «un hombre rico que se vestía de púrpura y lino y banqueteaba espléndidamente cada día». No hay ningún mandamiento de la Ley de Dios ni de la santa Madre Iglesia que prohíba vestir bien. Y menos todavía disfrutar de un rico cordero asado en buena compañía. Nada de lo que hacía el rico era malo. Pero, ¿basta con no hacer nada malo? ¿Qué fue lo que le pasó al rico Epulón? Pues tenía tanto que no podía ver más allá de sí mismo. Estaba tan pendiente de sí, de vestirse y banquetear, que fue incapaz de ver a un pobre que día tras día se echaba a su puerta. Las riquezas de Epulón le cegaron los ojos. No pudo ver a Lázaro. Sólo se veía a sí mismo.

«Recuerda que recibiste tus bienes en vida y Lázaro a su vez males». Jesús habla claramente. No se deja llevar por falsos respetos humanos o por el miedo a asustar a su auditorio. Dice con toda sencillez que hay un camino que lleva al «infierno, en medio de los tormentos»; mientras que hay otra senda que conduce al «seno de Abraham», lugar de refrigerio, descanso y consuelo. Entre ambas, «hay un abismo para que no puedan cruzar, aunque quieran, de aquí hacia vosotros, ni puedan pasar de ahí hasta nosotros». Y ¿cuál es esa encrucijada que nos encontramos a cada paso en la vida? Uno es el camino de buscarnos sólo a nosotros mismos, de pensar sólo en nuestro bienestar, de vivir para nosotros. Y para eso no hace falta hacer cosas malas. Basta con estar pendiente sólo de mí. De tener una vida confortable, de no complicarme con problemas ajenos, de no dar mi vida para sacar adelante una familia, una amistad o un servicio a la sociedad. De montarme la vida a mi manera. En definitiva, de hacer verdad ese dicho: “todo el mundo va a su bola; menos yo, que voy a la mía”. Pero si no hago mal a nadie, ¿qué más da?

«Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto». El segundo camino lo conoces perfectamente. Es el que nos enseñan Moisés y los profetas. El que nos ha mostrado Jesús con sus palabras y con su vida –con el Amor hasta el extremo de la Cruz–. Consiste sencillamente en abrir los ojos. Mirar más allá de uno mismo y ver a ese hermano tan cercano que necesita de nuestra ayuda. Ver a aquel que está tirado a nuestra puerta, sin fuerzas ni siquiera para llamar. Ver a tantos que son consumidos por nuestra sociedad materialista y consumista, por nuestra cultura del descarte, por nuestra dictadura del silencio. En nuestro día a día, tan pendientes de vestir y banquetear (comer y aparentar, tan viejos como el mundo), nos cruzamos con una infinidad de Lázaros que reclaman una mirada atenta y una mano amiga. Estamos a comienzo de curso: tiempo de marcar el rumbo. ¿Adónde quieres ir? ¿Hacia ti mismo o hacia los demás?