Cinco cosas son necesarias para hacer una buena confesión: Examen de conciencia, dolor de los pecados, propósito de enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia. Así siempre lo hemos aprendido en el Catecismo. Yo, en mi ignorancia, me atrevería a poner una sexta cosa: Dar gracias. Muchos sacerdotes sabios y buenos acaban sus confesiones diciendo: “Dad gracias al Señor porque es bueno” y el penitente contesta: “Porque es eterna su misericordia”.

“Y sucedió que, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se postró a los pies de Jesús, rostro en tierra, dándole gracias.” En ocasiones podemos pensar que ya hemos hecho bastante teniendo que pasar por el mal trago de la confesión. Lo valientes que hemos sido o lo majete (o antipático), que ha sido el cura. Podemos cumplir la penitencia como si nos hubieran mandado escalar el Everest por rezar unas pocas oraciones…, y olvidarnos de agradecer a Dios su misericordia.

El agradecimiento no es un “menos mal que ya me he confesado”, sino descubrir que la fuente de nuestra paz y de nuestra alegría sólo se da en Dios y, por lo tanto, volver a Él para no separarnos nunca. El agradecimiento no es un “gracias” estático, es una gracia que va creciendo según el corazón se va enamorando y va agrandando con el tiempo.

Hace tiempo hablaba con un chaval que se había metido en el camino de las drogas, del sexo fácil y la vida egoísta. Cambiando de compañías, de ambiente y con muchas horas de conversación, de lágrimas y de gritos, de idas adelante y de volver atrás, llegó el momento en que se enamoró de una chica buena, católica y practicante. Comenzó a vivir la castidad, a descubrir a Dios en su vida, a re-descubrir a su familia, a darse cuenta de lo que era ser amigo y no colega, a hacer las cosas sin esperar compensación y a apreciar las cosas más pequeñas. Y entonces sus conversaciones eran muy distintas. Antes tenía más cosas, pero no le importaba perder la vida pues despreciaba lo que tenía y lo que era. Ahora lo que tenía sí le importaba y podía dar gracias. Entonces podía luchar por su vida, por mejorar cada día.

“La Palabra de Dios no está encadenada”. Puede tocar el corazón más frío y distante y hacer que prorrumpa en acciones de gracias. No tengamos miedo a ser agradecidos, a cantar al Señor un cántico nuevo porque ha hecho, y sigue haciendo, maravillas.

Y confesores, no privéis a los demás de la misericordia de Dios. Uno puede pensar que no saca nada del confesionario, que es cansado y muchas veces repetitivo. Pero nosotros como Eliseo: “Naamán y toda su comitiva regresaron al lugar donde se encontraba el hombre de Dios. Al llegar, se detuvo ante él exclamando: «Ahora reconozco que no hay en toda la tierra otro Dios que el de Israel. Recibe, pues, un presente de tu servidor.» Pero Eliseo respondió: «¡Vive el Señor ante quien sirvo, que no he de aceptar nada!». Y le insistió en que aceptase, pero él rehusó”. Nosotros damos gratis lo que hemos recibido y no nos toca a nosotros conocer la acción de Dios en cada persona a pesar de nuestras débiles palabras. Por cada penitente a nosotros sólo nos queda dar gracias.

Que la Virgen María ponga en el corazón de todos el don del agradecimiento, para volver a Jesús y no dejarle nunca.