Comentario Pastoral

NUEVA CATEQUESIS SOBRE LA ORACIÓN

Siempre es tema importante el de la oración, que está presente durante toda la existencia de Cristo, sobre todo en los instantes más decisivos de su misión. Hoy se nos pone de relieve una de las características básicas, como es la perseverancia, que no es otra cosa que la fidelidad en la adhesión orante a Dios.

Moisés es un clásico modelo de la constancia en la plegaria. En el camino de Israel hacia la tierra libre de la promesa se encuentra con mil dificultades de todo tipo, incluso militares. En la cercanía del Señor está la fuerza para verse libre de toda hostilidad y potencia humana. En el centro de la escena sobresale la figura de Moisés, que ora con perseverancia y llena de sentido la acción de sus guerreros.

La cualidad fundamental de la viuda del Evangelio es su irresistible constancia, que no conoce la oscuridad del silencio del juez, la amargura de su indiferencia y la constante dureza de su hostilidad. La oración es una aventura misteriosa con matices de lucha, pues es una agonía y un combate con lo infinito.

Otra dimensión de la oración, propiamente teológica, que se deriva de la parábola es la certeza de la escucha. La consecuencia es lógica: si un juez corrupto e injusto cede ante la constancia de una viuda, cuánto más lo hará el Juez justo y perfecto que es Dios. La confianza en la paternidad de Dios es la raíz de la oración, su estilo y atmósfera.

Perseverar en la oración sin desanimarse probará la firmeza de nuestra voluntad y lo inquebrantable de nuestra fe en Dios, que siempre hace justicia.

La oración es un puente de comunicación entre lo finito y lo infinito, une a la humanidad con Dios. La oración no es la intuición sentimental de un instante ni un estadio transitorio de exaltación. Necesita perseverancia y empeño. Es una lucha con el misterio, una aventura.

La oración produce justicia. Quien tiene contacto con Dios vuelve al mundo con más luz de lo alto, trasfigurado, porque su amor es más fuerte, su coraje más sólido, su esperanza más viva.

La oración produce también paz en el corazón, porque se dirige no a un juez, sino a un padre misericordioso. Por eso conforta, consuela, serena, renueva al hombre.

La oración debe ser alimentada por la Biblia. Por medio de los salmos, Dios ha puesto en nuestros labios lo que él quiere escuchar de nosotros.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Éxodo 17, 8-13 Sal 120, 1-2. 3-4. 5-6. 7-8
san Pablo a Timoteo 3, 14-4,2 san Lucas 18, 1-8

 

de la Palabra a la Vida

La fe no es una cosa que interese mucho a nuestros tiempos, tampoco lo era la lepra, pero la justicia… la justicia es otra cosa. Todo el mundo desea, el menos para sí, que se le haga justicia. Y es fácil pensar que se nos ha hecho justicia cuando en cualquier materia hemos acabado obteniendo lo esperado: un examen, un pleito, un trabajo… Si, hasta el juez injusto es capaz de hacer justicia, ¿cómo no va a hacerla Dios?

Hemos entrado en la parte del evangelio de Lucas referido a la instrucción escatológica, es decir, se nos habla ahora sobre lo que sucederá al final de los tiempos, cuando todo esto termine y vuelva el Hijo del hombre. Así podemos entender esa pregunta final que se hace Jesús sobre la fe en los últimos días. La perseverancia de la mujer viuda es motivo de reflexión y de esperanza para los que escuchan la parábola: si su pertinacia consigue ser atendida por un juez tan irresponsable, no hay duda de que el discípulo, con su oración continuada, conseguirá mucho más de su Padre del cielo.

La primera lectura nos muestra un ejemplo gráfico inmenso de lo que significa perseverar en la oración: Aarón y Jur sostienen, brazos en alto, la oración de Moisés por su pueblo. En él vemos dibujado al «guardián de Israel» del que habla el salmo, que «no duerme ni reposa» para dar a su pueblo la victoria, la justicia.

Pero la Iglesia no tiene dudas… no, no es Moisés, sino el Señor, el verdadero guardián de Israel. No es Moisés, sino Cristo, el que ha levantado los brazos en lo alto de un monte, puesto en la cruz, y desde allí ha intercedido para obtener la victoria para su pueblo, para concederle una injusta justicia, para darle una felicidad que el Padre no puede rechazar darle. Cristo se ha convertido en el misterio pascual, en la batalla definitiva, con los brazos en alto, en aquel que asegura que su pueblo venza «al acusador, que acusaba a los suyos día y noche» (Cf. Ap 12,10). Y no contento con esa victoria, ha entrado en el santuario del cielo para hacer justicia a los suyos, para convertirse en el juez que, brazos en alto, asegura ante el Padre la justicia para aquellos que, perseverantes en la oración, quieren obtener la salvación de Dios, quieren recibir el premio a su perseverancia.

Por eso, tenemos un sumo sacerdote que ha entrado en el santuario del cielo para obtener justicia para nosotros. Nosotros somos, en el fondo, como esa pobre viuda, que no tenía nada con lo que defenderse, argumentos con los que apelar, más que su insistencia.

Bien entiende la Iglesia que lo que anunciaba Moisés, se ha cumplido en la Pascua de Cristo, donde hemos ganado un abogado que nos defiende en el cielo, donde el Padre quiere ponerse siempre de nuestro lado. Tan bien lo entiende, que hace a sus sacerdotes elevar sus brazos, repitiendo aquel gesto de intercesión que salva a los suyos. ¿No experimentamos, acaso, la protección y la beneficencia del Señor, cuando el sacerdote eleva sus brazos en la oración? ¿No sabemos que está intercediendo ante el Padre, unido a Cristo, para obtenernos la bendición y la salvación? ¿No deseamos perseverar con ellos, animarles a mantenerse así, en bien de toda la humanidad, de tantos seres queridos?

El poder de la cruz de Cristo sigue siendo eficaz ante el creyente, ante el que, como Jesús pide en el evangelio, persevera en la oración. De ese poder brota la liturgia que celebramos. Y es que, la verdadera victoria no se obtiene aquí, cuando recibimos los primeros «bocados de vida eterna», pero sí es cierto que aquí, con nuestra perseverancia, con una fe constante, esos brazos en algo adquieren el sentido inequívoco de la justicia que Dios nos promete gratuitamente.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de la espiritualidad litúrgica

Desde el momento en que participar en la Misa es una obligación para los fieles, si no hay un impedimento grave, los Pastores tienen el correspondiente deber de ofrecer a todos la posibilidad efectiva de cumplir el precepto. En esta línea están las disposiciones del derecho eclesiástico, como por ejemplo la facultad para el sacerdote, previa autorización del Obispo diocesano, de celebrar más de una Misa el domingo y los días festivos, la institución de las Misas vespertinas y,
finalmente, la indicación de que el tiempo válido para la observancia de la obligación comienza ya el sábado por la tarde, coincidiendo con las primeras Vísperas del domingo. En efecto, con ellas comienza el día festivo desde el punto de vista litúrgico. Por consiguiente, la liturgia de la Misa llamada a veces «prefestiva», pero que en realidad es «festiva» a todos los efectos, es la del
domingo, con el compromiso para el celebrante de hacer la homilía y recitar con los fieles la oración universal.

Además, los pastores recordarán a los fieles que, al ausentarse de su residencia habitual en domingo, deben preocuparse por participar en la Misa donde se encuentren, enriqueciendo así la
comunidad local con su testimonio personal. Al mismo tiempo, convendrá que estas comunidades expresen una calurosa acogida a los hermanos que vienen de fuera, particularmente en los lugares que atraen a numerosos turistas y peregrinos, para los cuales será a menudo necesario prever iniciativas particulares de asistencia religiosa.


(Dies Domini 49, Juan Pablo II)

Para la Semana

Lunes 21:

Rom 4,20-25. Está escrito por nosotros, a quienes se nos contará: nosotros, los que creemos en Él.

Salmo: Lc 1,69-75. Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado a su pueblo.

Lc 12,13-21. ¿De quién será lo que has preparado?
Martes 22:

Rom 5,12.15b.17-19.20b-21. Si por el delito de uno solo la muerte inauguró su reinado, con cuánta más razón reinarán en la vida.

Sal 39. Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.

Lc 12,35-38. Bienaventurados los criados a quienes el Señor, al llegar, los encuentre en vela.
Miércoles 23:

Rom 6,12-18. Ofreceos a Dios como quienes han vuelto a la vida desde la muerte.

Sal 123. Nuestro auxilio es el nombre del Señor.

Lc 12,39-48. Al que mucho se le dio, mucho se le reclamará.
Jueves 24:

Rom 6,19-23. Ahora estáis liberados del pecado y hechos esclavos de Dios.

Sal 1. Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor.

Lc 12,49-53. No he venido a traer paz, sino división
Viernes 25:

Rom 7,18-24. ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?

Sal 118. Instrúyeme, Señor, en tus decretos.

Lc 12,54-59. Sabéis interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, pues ¿cómo no sabéis interpretar el tiempo presente?
Sábado 26:

Rm 8,1-11. El Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros.

Sal 23. Este es el grupo, que viene a tu presencia,Señor.

Lc 13,1-9. Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.