Si rascásemos un poquito y fuéramos más allá de nuestra primera impresión, veríamos que detrás de casi todos los conflictos que vive la humanidad está uno de estos tres ídolos, falsos dioses, que esclavizan al hombre: o el dinero, o el sexo, o el poder. Ya sé que esta es una afirmación demasiado grandilocuente para un comentario a las lecturas del día; quizá también esté fuera de lugar, pero no deja de ser una reflexión interesante.

El poder destructivo de estas idolatrías no se manifiesta solo a gran escala. También en lo más cotidiano y sencillo del pan nuestro de cada día. Por ejemplo, en ocasiones las familias se destrozan por culpa de estos demonios: la lujuria, la avaricia y la soberbia. Hoy en el evangelio somos testigos de cómo al mismo Jesús le intentaron constituir árbitro entre dos hermanos que habían recibido una herencia. La misma historia de siempre. Tan antigua como el ser humano y tan actual como siempre. Cuántas veces los sacerdotes en las homilías de los funerales tenemos que apelar a la autoridad del difunto, padre o madre, y al amor que tenía por sus hijos para intentar evitar que los pequeños desencuentros que se dan entre los hermanos no se conviertan a partir de ese momento en un abismo insalvable que los divida o lo que es peor una guerra sin cuartel que los enfrente de por vida. ¿Podrá tener el difunto un descanso feliz en el cielo viendo como sus hijos se pelean aquí en el suelo? Y la causa, casi siempre la misma: el dinero; no sé si decir “el dichoso dinero” o “el maldito dinero”.

La petición de este personaje que habla a Jesús de entre la gente le da al Maestro la oportunidad de darnos una enseñanza fundamental: “Guardaos de toda clase de codicia. Aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes”. Y a continuación, una parábola para ilustrar lo ilusorio que es el bienestar, el engaño que es creer que lo atesorado puede garantizarme la vida o la felicidad; nada más lejos de la realidad.

La imagen está muy lograda: el poderoso tiene un “problema” que obviamente no es tal, sino que es una ofensa a quien tiene un problema de verdad: el pobre, el exhausto, el que pasa hambre o sed. Su problema es que tiene demasiado. Tanto ha cosechado, que se le queda pequeño su granero, no le vale como almacén. Qué oportunidad tan buena para pensar en los demás, ¿no? Aunque esto no llegase a ser ni siquiera generoso, por lo menos hablaría bien de este hombre que no pretende atesorar lo que no necesita para sobrevivir, pero otros sí. Lástima, pero no. Lamentablemente, el problema de la codicia es que es insaciable, no tiene límite, y ciega al hombre hasta el punto de convertirlo en un “necio”.

Frente a la necedad está la prudencia, que en este caso es propia del que no busca ser rico ante uno mismo mirándose al espejo, sino ser rico ante Dios mirándose en los ojos de Jesús. La riqueza de este mundo pasa, se acaba y no permanece. La riqueza verdadera, la caridad de Cristo y del creyente no pasa, no se acaba y permanece eternamente. La caridad que para ser real es siempre concreta y que tiene por objeto a mi prójimo más palpable. En el caso práctico que le plantearon a Jesús, el prójimo de aquel era su propio hermano, el que llevaba su sangre.

“¿Quién de estos tres piensas que demostró ser el prójimo del que cayó en manos de los ladrones?”, preguntó Jesús al maestro de la ley cuando contó otra parábola, la del buen samaritano. Aquí podría haber hecho otra pregunta incómoda: “¿Quién es rico ante Dios?” La respuesta probablemente habría sido la que nos proporciona San Pablo: “aquel que, por amor a vosotros, siendo rico se hizo pobre, para que enriqueceros con su pobreza” (2 Co 8,9). Sí, ciertamente, Cristo pobre es el más rico ante su Padre del cielo. Él se nos ha dado sin medida, hasta su sangre nos ha regalado. Ahora somos consanguíneos con Él, llevamos su misma sangre. Somos “herederos de Dios y coherederos con Cristo, si en verdad padecemos con Él a fin de que también seamos glorificados con Él” (Rm 8, 17). Si aspiramos a ser como Jesús, debemos preferir este camino, el de la verdadera caridad, el que pasa por la cruz y lleva a la gloria del cielo. Algo que supera nuestra capacidad y que solo podremos vivir desde la experiencia de aquel que ha descubierto que “quien a Dios tiene nada le falta, solo Dios basta”.