Comentario Pastoral

ORAR EN FARISEO O EN PUBLICANO

“Dos hombres subieron al templo a orar”. Así comienza la parábola que se lee en este domingo XXX del tiempo ordinario. Uno fariseo, perteneciente a los observantes de la ley, a los devotos en oraciones, ayunos y limosnas. El otro es publicano, recaudador de tributos al servicio de los romanos, despreocupado por cumplir todas las externas prescripciones legales de las abluciones y lavatorios.

El fariseo más que rezar a Dios, se reza a sí mismo; desde el pedestal de sus virtudes se cuenta su historia: «ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo». Y tiene la osadía de dar gracias por no ser como los demás hombres, ladrones, injustos y adúlteros. Por el contrario, el publicano sumergido en su propia indignidad, sólo sabía repetir: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador».

Aunque el fariseo nos resulte antipático y bufón, hemos de reconocer que la mayoría de las veces nos situamos junto a él en el templo e imitamos su postura de suficiencia y presunción. Vamos a la iglesia no para escuchar a Dios y sus exigencias sobre nosotros, sino para invitarle a que nos admire por lo bueno que somos. Somos fariseos cuando olvidamos la grandeza de Dios y nuestra nada, y creemos que las virtudes propias exigen el desprecio de los demás. Somos fariseos cuando nos separamos de los demás y nos creemos más justos, menos egoístas y más limpios que los otros. Somos fariseos cuando entendemos que nuestras relaciones con Dios han de ser cuantitativas y medimos solamente nuestra religiosidad por misas y rosarios.

Es preciso colocarse atrás con el publicano, que sabe que la única credencial válida para presentarse ante Dios es reconocer nuestra condición de pecadores. El publicano se siente pequeño, no se atreve a levantar los ojos al cielo; por eso sale del templo engrandecido. Se reconoce pobre y por eso sale enriquecido. Se confiesa pecador y por eso sale justificado.

Solamente cuando estamos sinceramente convencidos de que no tenemos nada presentable, nos podemos presentar delante de Dios. La verdadera oración no es golpear el aire con nuestras palabras inflamadas de vanagloria, sino golpear nuestro pecho con humildad. La fraternidad cristiana exige no sentirse distintos de los demás, ni iguales a los otros, sino peores que todos. Es un misterio que la Iglesia de los pecadores se haga todos los días la Iglesia de los santos.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Eclesiástico 35, 12-14. 16-19a Sal 33, 2-3. 17-18. 19 y 23
san Pablo a Timoteo 4, 6-8. 16-18 san Lucas 18, 9-14

 

de la Palabra a la Vida

Como los gritos de la viuda al juez atravesaban su conciencia y le movían a hacerla justicia, en el evangelio del domingo pasado, así sucede con la oración del justo, que llega hasta Dios, en este domingo.
En este caso, con una parábola que solamente encontramos en el evangelio de Lucas, la del fariseo y el publicano que suben al templo a orar. La antítesis es tan radical entre los dos personajes, son dos figuras tan opuestas, no solamente en su situación, sino también en sus palabras y en sus gestos, que es fácil reconocer la intención y el mensaje de la parábola. Una oración de acción de gracias del fariseo, llena de virtudes, al lado de una petición humilde de perdón, una confesión de las culpas en la que el publicano encuentra su justificación. Sin duda, que no ven los ojos de los hombres lo que los ojos de Dios, y este en su misericordia, rehabilita con su perdón al que arrepentido confiesa sus pecados y no presume de sus virtudes.

Por eso, la oración del publicano, rico en bienes materiales, no puede como la oración del pobre que atraviesa las nubes hasta llegar a Dios, del Sirácida, porque ha confiado a Dios su justificación, no se la ha presentado como un mérito personal. El justo a los ojos de Dios no es el que cumple las observancias con un corazón engreído y autosuficiente, sino el que confiando en la misericordia divina, reconoce su propia limitación y confiesa con humildad sus pecados. Porque la motivación para hacer el bien es el bien mismo, es Dios, o el bien se deforma hacia el egoísmo y la vanidad.

No se trata de sentarse más adelante o más hacia atrás, pues uno puede ir al último banco o no levantar la cabeza no por humildad, sino por independencia, por una mala autonomía. De lo que se trata es de buscar en el corazón el sitio que Cristo necesita para perdonar nuestras culpas, y por lo Tanto, el convencimiento de que el Señor escucha al humilde, al abatido, al que reconoce su culpa y busca su conversión. «Escuchar» no consiste en dar éxitos, ascensos, reconocimientos: se
puede estar muy arriba y no ser escuchado. «Escuchar» es reconocer, en lo profundo de la conciencia, la certeza de la presencia de Dios que nos hace justicia, nos abre su puerta, no la abrimos nosotros.

Así lo confirma la conclusión de Lucas en el versículo final: «todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido». Con esta conclusión, la parábola se abre a todo
tiempo y lugar, no queda como una advertencia para aquellos contemporáneos de Jesús, sino que advierte a los cristianos de nuestro tiempo, y de todo tiempo. Es peligroso creerse en situación
virtuosa, en posesión de la verdad, porque será el Señor el que humille al que se ha crecido. No es una cuestión de imposible karma, es la realidad de lo que somos y de cómo Dios nos busca en lo que somos, no en lo que nos creemos. Los discípulos del Señor se caracterizarán por esa capacidad para reconocer el mal cometido y confiar en el perdón que Cristo ofrece. Humillarse no es más que imitar, no en las formas, no externamente, como una impostura, sino desde lo profundo del corazón, hasta las lágrimas, confiar en que la realidad empobrecedora de mis pecados va a ser encontrada por la santidad y la riqueza de Dios.

Es necesario vivir en la Iglesia para no dejarse arrastrar por la natural tendencia a engreírnos. Es
necesario crecer entre hermanos en la fe, no para compararnos, sino para encontrar a quienes servir, a quienes dejar primero, a quienes atender o dar ánimos, a quienes dar prioridad. Es necesario no utilizar a otros, no compararse con otros, no buscar manejar a otros por pretendida superioridad, sino reconocer cómo Cristo ha hecho al humillarse. Por eso sabemos con certeza que Cristo viene a redimir a los suyos, y que desde lo profundo del corazón, la actitud del publicano, aunque menos agradecida, menos aparente, es la que Cristo ensalza para poder seguir tras Él por la vida.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica

Teniendo en cuenta el carácter propio de la Misa dominical y la importancia que tiene para la vida de los fieles, se ha de preparar con especial esmero. En las formas sugeridas por la prudencia pastoral y por las costumbres locales de acuerdo con las normas litúrgicas, es preciso dar a la celebración el carácter festivo correspondiente al día en que se conmemora la Resurrección del Señor. A este respecto, es importante prestar atención al canto de la asamblea, porque es particularmente adecuado para expresar la alegría del corazón, pone de relieve la solemnidad y favorece la participación de la única fe y del mismo amor. Por ello, se debe favorecer su calidad, tanto por lo que se refiere a los textos como a la melodía, para que lo que se propone hoy como nuevo y creativo sea conforme con las disposiciones litúrgicas y digno de la tradición eclesial que
tiene, en materia de música sacra, un patrimonio de valor inestimable.


(Dies Domini 50, Juan Pablo II)

Para la Semana

Lunes 28:
Santos Simón y Judas, apóstoles. Fiesta.

Ef 2,19-22. Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles.

Sal 18. A toda la tierra alcanza su pregón.

Lc 6,12-19. Escogió de entre ellos a doce, a los que también nombró apóstoles.
Martes 29:

Rom 8,18-25. La creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios.

Sal 125. El Señor ha estado grande con nosotros.

Lc 13,18-21. El grano creció y se hizo un árbol.
Miércoles 30:

Rm 8,26-30. A los que aman a Dios todo les sirve para el bien.

Sal 12. Yo confío, Señor, en tu misericordia.

Lc 13,22-30. Vendrán de oriente y occidente y se sentarán a la mesa en el Reino de Dios.
Jueves 1:

Rm 8,31b-39. Ninguna criatura podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo.

Sal 108. Sálvame, Señor, por tu bondad.

Lc 13,31-35. No cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén.
Viernes 2:
Todos los santos. Solemnidad.

Ap 7,2-4.9-14.
Vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas.

Sal 23. Esta es la generación que busca tu rostro, Señor.

1Jn 3,1-3. Veremos a Dios tal cual es.

Mt 5,1-12a. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.
Sábado 3:
Conmemoración de todos los fieles difuntos.

Job 19,1.23-27a. Yo sé que está vivo mi redentor.

Sal 24. A ti, Señor, levanto mi alma.

Flp 3,20-21. Transformará nuestro cuerpo humilde, según su modelo glorioso.

Mc 15,33-39; 16,1-6. Jesús, dando un fuerte grito, expiró.