Una de las cosas que más me impresionan cuando consagramos una capilla para la adoración perpetua del Santísimo Sacramento es esta: pensar que la intención de los fieles es que ahí se adore al Señor hasta que venga definitivamente en su parusía. Es la respuesta lógica a la pregunta que recientemente nos lanzaba el Señor: “pero cuando venga el Hijo del hombre ¿encontrará esta fe en la tierra?”. La respuesta es un grito. ¡Sí! ¡Te estaremos esperando!

Y es que me llama poderosamente la atención que los católicos, sabiendo como sabemos que Jesús está realmente presente en la Eucaristía, le dejemos literalmente abandonado en los sagrarios. Creo que antes de dejar encerrado a Jesús de esta manera deberíamos preguntarnos si vamos a acompañarlo con nuestro amor y con nuestra presencia. En caso de que sepamos con certeza que se va a quedar ahí solo creo que es mejor no abandonarlo de esa manera.

Sorprende nuestra manera de obrar en este tema. ¿En qué empresa se tendría encerrado al director general o al socio principal y fundador “a cal y canto”? ¿Es que tiene algo de lógica arrinconar a aquel que puso en marcha la actividad de dicha empresa, el que tiene todo el “know how” y la experiencia? Pues a veces, sin querer o sin darnos cuenta, es lo que hacemos en la Iglesia. Organizamos la actividad, hacemos nuestros planes y marcamos nuestros objetivos y estrategias sin tenerle en cuenta a Él. Se nos olvida que no “hay que poner a Dios en el centro” sino que, de hecho, lo sepamos o no, “Dios es el centro”; ese es el lugar que le pertenece de suyo. Y está deseando desde ahí atraer a todos hacia sí. Por eso mismo nuestra adoración adquiere también tintes proféticos, es un signo eficaz que señala y hace presente al médico en un mundo de enfermos necesitados de tratamiento. En la Eucaristía, Jesús el Señor hace la más necesaria de las terapias: la “cardio terapia”, su corazón transforma y cura con su amor a los quebrantados de corazón.

La imagen de los criados que esperan en vela con las lámparas encendidas la llegada del Señor que vuelve de la boda nos remite a esta adoración perpetua del “sacramentum caritatis” en el que Cristo se ha dado por entero a su esposa que es la Iglesia. Esperamos al Esposo para abrirle apenas venga y llame. Pero hay otro rasgo igualmente importante que completa la imagen que Jesús propone. Los criados tienen ceñida la cintura. Es decir, están en actitud de servicio perpetuo. Porque Cristo también está realmente presente en el prójimo que sufre, por eso también nos debe encontrar a su venida definitiva en un permanente estado de servicio en favor de los que están heridos y viven a nuestro lado.

Ciertamente Cristo, el Esposo de la Iglesia se ha entregado a ella en la Cruz. Él no ha venido a ser servido sino a servir y dar su vida en rescate por todos. Su entrega es un sacrificio redentor en el que Él ha entregado hasta la última gota de su sangre para nuestra salvación. Por tanto, cuando vuelva de la boda lo hará con la intención de premiar a aquellos criados que hayan sido fieles a su encargo y se hayan señalado especialmente en el servicio. Y la promesa no puede ser mayor: “se ceñirá, los hará sentar a la mesa y, acercándose, les irá sirviendo”. Exactamente lo que hizo Jesús en la última cena con sus discípulos cuando despojándose del manto se ciñó una toalla a la cintura y se puso a lavarles los pies uno tras otro, hasta completar el grupo de los doce. Los apóstoles no daban crédito a lo que estaba sucediendo: el Maestro y Señor estaba como un esclavo lavándoles los pies a ellos para que entendieran que ellos ahora debían lavarse los pies los unos a los otros. También entonces les dirá: “Bienaventurados vosotros si hacéis lo que os mando”.

Alguien ha dicho que cristiano es aquel que se arrodilla para adorar a Dios y para lavar los pies del prójimo necesitado de su amor. Es otra manera más bonita de decir que el cristiano, si lo es de verdad, vive en adoración y servicio perpetuos. “Y si el Señor los encuentra así, bienaventurados ellos”.