Así de sencillo. Si tocas el fuego te quemas. Y si no te quema es que no era fuego. Por eso se nota que muchas de las cosas que hacemos en la Iglesia no están ungidas por el Espíritu Santo, porque te dejan indiferente, porque no te queman. Y no digo que están mal o que quienes las hacemos no tengamos buena intención, y por supuesto que Dios es Dios y se vale de todo. Pero hay que reconocer que todo el esfuerzo del mundo no suple ni iguala la acción del Espíritu Santo. ¿Por qué? Porque cuando el Espíritu Santo es de quien procede, quien sostiene y quien lleva a término nuestras acciones, entonces todo lo ordinario se convierte en extraordinario, lo pequeño se hace grande, por el amor con que lo hacemos. Lo hacemos mejor o peor pero ardiendo en amor.

Cristo tiene el corazón que le arde de amor y por eso puede encender el corazón de aquellos con los que se topa. “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba y nos explicaba las Escrituras por el camino?” – comentan entre ellos los dos discípulos mientras vuelven transformados a Jerusalén el día de Pascua, después de haberse sentado a la mesa con el Resucitado. Así vuelven ellos “con el corazón encendido” porque un fuego enciende otro fuego.

Para esto dice Jesús que ha venido al mundo, para prenderle fuego. Pero el fuego del que habla Jesús no es un fuego destructor como el que sugiere el apóstol Juan que deberían hacer caer desde el cielo sobre una ciudad de Samaría, en castigo por el rechazo que mostraron a los amigos de Jesús. No es un fuego destructor, sino que, al contrario, este fuego es renovador y purificador. Es un fuego que da vida. Y Jesús ha dicho que ha venido al mundo para que tengamos vida y vida en abundancia. Por eso puede decir también que ha venido a prender fuego a la tierra y manifestar su celo, su anhelo más profundo: “¡Y cuánto deseo que ya esté ardiendo!”. Pentecostés es el gran acontecimiento del fuego del Espíritu Santo, pero no hay un único pentecostés, el del cenáculo; muy al contrario, el libro de los Hechos de los Apóstoles nos relata varias ocasiones en las que el Espíritu Santo se derrama sobre judíos y gentiles y “hace retumbar la casa donde se encontraban”.

Por eso, porque es una auténtica sacudida a muchos los deja, literalmente hablando, por los suelos, a otros perplejos y desde luego a nadie indiferentes. Surge entonces la necesidad de explicar lo que ha sucedido y cómo ha sucedido. Es la hora del juicio, la crisis, el discernimiento y la elección. Hay que tomar partido: a favor o en contra, pero no puedes no posicionarte. Por eso dice Jesús que Él es como una piedra de tropiezo, “escándalo” propiamente hablando, una bandera discutida, ante la cual se manifiesta la verdad de los corazones. Él es esa espada penetrante que corta y separa. “¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división”. La experiencia lo corrobora. Cuando uno toma partido por Cristo, inmediatamente se convierte en alguien incómodo como el mismo Jesús lo fue. Alguien que parece obligar a todos los demás a “que se retraten”. Esto lo hemos visto en muchos padres que reaccionan con un rechazo a veces muy sorprendente y beligerante ante la madurez cristiana de sus hijos. No digamos ya si estos manifiestan interés por elegir una vida de especial consagración. Algunos preferirían algo menos radical, en definitiva, una luz que no sea un fuego o un fuego que no queme. Imposible.

Hay una canción muy popular en nuestras comunidades cuya letra reza así: “(Jesús) es imposible conocerte y no amarte, amarte y no seguirte”. Es totalmente cierto: si aquel con quien nos hemos encontrado es el verdadero Jesús, es imposible no querer agarrarle y no soltarle en el resto de tu vida. Dice la mujer del Cantar: “busqué el amor de mi vida, lo busqué sin encontrarlo… encontré el amor de mi vida, lo he abrazado y no lo dejaré jamás”. Aunque eso me lleve a la incomprensión e incluso al rechazo de mis propios familiares y amigos.

Este fuego, este ardor en su interior es la explicación de su sed: sed de la salvación de los hombres. La sed de Jesús es un grito que interpela: ¡Tengo sed! Jesús está deseando llegar a todos y encender todos los corazones sin excepción con el fuego de su Espíritu. Pero para eso cuenta contigo y conmigo. Quizá podía haber elegido otro camino, pero ha querido este en concreto. Es a través del testimonio, uno a uno, corazón con corazón, como quiere Dios salir al encuentro de los hombres para despertar la fe en ellos. Todos somos necesarios. No podemos ser el típico “corta fuegos” que impide que el incendio avance. Al contrario, Cristo cuenta con nosotros, somos suyos, para cumplir con su misión en esta tierra. Por eso hoy es un buen día para rezar:

“Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles, y enciende en ellos el fuego de tu amor. Envía tu Espíritu Creador y renueva la faz de la tierra. Oh, Dios, que has iluminado los corazones de tus hijos con la luz del Espíritu Santo; haznos dóciles a sus inspiraciones para gustar siempre el bien y gozar de su consuelo. Por Cristo nuestro Señor. Amén”.