Cuantas veces decimos eso de que me tengo que largar lejos para no aguantar a la gente, que todos me tienen frito, que si se pasan todo el día atosigándome, que me hartan con sus cuchicheos en el trabajo, etcétera. Acabo de hablar con un padre de familia, me dice que no tiene tiempo para ponerme al corriente de lo suyo, que está pegado a su hijo adolescente en plena preparación de un examen de lengua, que si fuera por él se largaría a la montaña para que todos le dejaran en paz. El Señor se va precisamente hoy a la montaña, y se va solo, pero no para huir de los suyos. Una mala lectura podría hacernos entender como fuga la subida del Señor a la montaña. El misionero, uno de los personajes más importantes de “La ciudad de la alegría”, aquel best seller de Dominique Lapierre, tenía que escaparse por lo menos una vez al mes a un oasis para descansar de tanta miseria en la que estaba envuelto. Su labor de proximidad con los mas pobres le exigía cierta compensación de distancia para volver con fuerzas renovadas.

Pero no es el caso del Señor, Él se va para buscar la compañía idónea para su alma de perfecto hombre, la de Dios Padre. Conmueve advertir que el Señor no se fugaba para hallarse en soledad, sino en compañía. En estos tiempos en los que el tsunami del ritmo diario pone al alma en ebullición más pronto que en otras épocas, se nos educa para hallar reposo en nosotros mismos, en saber respirar, en un aprendizaje general con serenidad de plano largo. Pero Nuestro Señor no necesita un masaje de piedras en las cervicales, sino al interlocutor a quien tanto ama. Desea pasar el tiempo con quien sabe que le sostiene. Qué fácil entendemos esto los seres humanos. No se reposa en soledad, sólo cuando se reclina el rostro sobre el Amado, cuando dejamos nuestro cuidado “entre las azucenas olvidado”.

Tres personas me han sugerido hoy que les enseñe a rezar, y no he sabido qué decirles. Hay cosas que no se pueden enseñar, como las vírgenes prudentes no pueden pasar su aceite a las necias. La oración es el descubrimiento de una presencia amorosa, y eso es tan personal como la selección de pretendiente. Una presencia, la mía; otra presencia, la suya, ¿qué mas es la oración?, pues no mucho más. Luego va Dios con su estilete haciendo una pequeña fisura en el corazón, aunque el alma se mantenga distraiga y recuente su lista de la compra. Y así, a lo tonto, se empieza a coger el gusto por ese tiempo acompañado. Cuanto más cede el creyente su terreno, más Dios va ganando la libertad del hombre, hasta que el orante que empezó esta aventura distraído comienza a esperar a Dios “con glotonería”, como diría Rimbaud en un fragmento bellísimo de “Una temporada en el infierno”.