Hace un par de años por estas fechas, me encontraba con un grupo de peregrinos en Tierra Santa. Habíamos hecho una parada imprescindible en la iglesia del Dominus Flevit, el lugar donde la tradición nos dice que el Señor lloró sobre Jerusalén. Había un matrimonio de psiquiatras entre los peregrinos y, como estábamos meditando sobre un momento de intimidad de Nuestro Señor, porque el llanto es fruto de una convulsión interior que no puede reprimirse, se me ocurrió proponerles que hicieran un estudio sobre las emociones de Jesús. ¿No dice San Pablo que tenemos que tener los sentimientos del Señor?, pues nada mejor que detenernos en sus quejidos, desánimos, en su pena, en lo que le movía a risa, saber lo que su alma consideraba, contemplar aquello que le hacía detenerse, lo que exasperaba su finísima sensibilidad de perfecto hombre… El envite parece que quedó en el aire, pero aún me envían textos con comentarios jugosos.

Fray Luis de León dedicó un vasto volumen a escrutar el corazón de Jesús con su habilidad ciceroniana, porque nadie está a la altura de su talento literario. En “De los nombres de Cristo” analiza todos los nombres del Antiguo Testamento que aluden al Señor en cuanto hombre. Ya digo, es una joya. Desde el principio señala que vayamos despacio a su pecho, “supliquemos con humildad a aquesta divina luz que nos amanezca”, qué forma tan hermosa de decir que triunfe su gracia en mí, “que me amanezca”. Y para ello desmenuza las fibras de su alma.

Uno de los episodios más elocuentes para conocer cómo hervía la sangre en las venas de Cristo, es repasar el Evangelio de hoy. Allí encontramos el reproche más dulce jamás pronunciado por un ser humano, “Jerusalén, Jerusalén, cuántas veces quise reunir a tus hijos, como la gallina reúne bajo sus alas a los pollitos y tu no quisiste”. Ningún pollito elude a su madre, no hay caso en la historia de las granjas avícolas en las que el pollo se haya desmarcado del calor de la madre. Y sin embargo, el Señor reprocha a su pueblo el desdén por el calor de un Dios que siempre ha estado dispuesto a salvarlos.

No se puede decir la verdad con más tristeza y más cariño al tiempo. Si se repara en la consideración de Dios como gallina, no puede dejar de conmover la osadía de la imagen. Sólo un observador enamorado de la naturaleza puede hallar en una criatura tan aparentemente torpe como la gallina, la expresión suma de la dedicación a los suyos. Cómo no enamorarse de alguien así, páginas de este calibre son las que parten el pecho de quien las lee, y le hace caer de bruces ante un Dios que se explica a sí mismo con una ternura tan exquisita