A ver cómo damos con el perfil del santo, porque no es fácil. El santo no se parece al moralista intachable, ni al superhéroe, ni al cumplidor, ni al que con un master de caridad ha dado un paso más desde su posición de beato, no es un voluntarista, no nació con cierto don ni jugaba a decir misas de pequeño. Lo más gracioso es que el santo no sabe que lo es. Celebrar la fiesta de hoy es celebrar el día de infinidad de desconocidos que se rozaron con nosotros y con su vida nos hicieron fácil conocer al Señor. Hoy he comido con un joven alejado de la Iglesia “porque en mi familia todos se creían su fe al pie de la letra, pero ninguno vivía con alegría. La suya era una doctrina aprendida que me soltaron para que yo fuera tan infeliz como ellos”. Qué triste oír algo así. Y qué diferente la vida de esos padres que arrastran su fe, con el inicio de la carta de San Juan, cuando el evangelista esconde un grito de alegría en sus palabras, “os escribimos estas cosas para que nuestra alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud”.

Y las vidas de santos no se reproducen como litografías seriadas. Por mucho que San Antonio de Padua nos haya hecho mucho bien, no podemos hacer su mismo itinerario. Seguro que tu vida espiritual está atravesada por muchos santos y santas (en este caso el lenguaje inclusivo está plenamente justificado). Yo te cuento algo del bien que me hacen los míos. Mucho me dice San Juan de la Cruz, porque es capaz de abarcar con sus palabras lo que de más escondido parece que Dios tiene. De Carlos de Foucauld siempre me sedujo su entusiasmo por la Eucaristía, y cuando no podía tener al Señor en el sagrario por sus muchas misiones en lugares inhóspitos, miraba el sagrario vacío como quien aguarda la llegada de quien ama y se retrasa. La confianza en Dios de Santa Teresa de Lisieux es tan prodigiosamente infantil que su madurez es insuperable. Nadie como ella se fió tanto de Dios.

Pero insisto en que la calidad de su santidad es única, como único es un pájaro o la pelambrera del gato. Un santo no se parece a ninguno. Lo que tiene de común con el otro es que Dios puso en Él sus dedos y así empezó a vivir de forma única. Thomas Merton lo expresó de esta forma, “tu santidad jamás será la mía, y la mía jamás será la tuya, excepto en la comunión de la caridad y de la gracia”. La santidad no es tampoco la búsqueda de una originalidad, como si hubiera que hacer un tipo de cabriola por estrenar. La santidad es «original» porque la que debe inaugurarse es la mía. Y eso sólo lo sabré cuando pase mucho tiempo delante del sagrario, abandonando mi hombre viejo en el silencio, por goteo, y dejando que Dios vaya haciéndose conmigo.

Hay mucha vida por delante, la meta no es la hornacina de la parroquia con un aura de metal en la coronilla, sino la vida eterna, donde los felices que descubrieron los secretos del amor disfrutan de un ensanchamiento cada vez mayor de su personalidad, porque Dios les sigue haciendo santos.