El encuentro del Señor con Zaqueo lleva escondidos muchos subtemas apasionantes: la iniciativa de aquel hombre bajito que sólo por una ligera curiosidad provoca en el Señor un interés de intimidad, la mirada de los fariseos que siempre andan con su hipocresía al acecho, la generosidad del protagonista, la súbita conversión… Como todo lo que pasa en el Evangelio, allí por donde el Señor se mueve sucede una polvareda de conductas inesperadas. El giro de ciento ochenta grados de Zaqueo parece una especie de caída de caballo inesperada. Simplemente con que el Maestro se le haya acercado su actitud ante la vida ha dado un golpe de timón. ¿Y no será justamente eso lo que ocurre a todo ser humano que pasa tiempo con Él? El hecho cristiano es una exposición de presencias, la mía y la suya, “Oh, noche que juntaste Amado con amada, amada en el Amado transformada”. La fe no es más que eso, la transformación por la presencia.

Tengo un amigo sacerdote que termina sus confesiones añadiendo al penitente una frase de ánimo muy interesante, “sé consciente de que ahora llevas al Señor, y que la gracia que has recibido no es un chaparrón de verano, sino que es una gracia de construcción. Sigue alimentando esta gracia con tu vida”. Me parece un consejo muy sabio. La confesión no es sólo el borrón de las cuentas pasadas sino los ladrillos para el nuevo edificio. Eso es justo lo que pasó con Zaqueo, se da de bruces con Jesús y su mera presencia le invita a cambiar de vida con acciones muy concretas.

Como vivimos tiempos en los que la civilización Occidental se ha vuelto dramáticamente emocional, creemos que el deslumbramiento es el gran logro del alma, y es un error mayúsculo que provoca toda una suerte de lesiones. Tenemos que volver de nuevo a ese verso de San Juan de la Cruz, la amada se ve transformada en el Amado, no sólo hechizada por su presencia. La persona transformada es un árbol frutal regado que empieza a dar su buen lote de manzanas. Zaqueo no se queda en una cháchara de conversación con su invitado, sino que le expone lo que ha provocado en él, “mira, Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres; y si he defraudado a alguno, le restituyo cuatro veces más”.

Qué bien lo dice Peguy en su amplio poema sobre “El misterio de los santos inocentes”, cuando el peregrino llega a la iglesia después de haber caminado mucho, con los pies hasta arriba de barro, se cuida mucho de quitarse la suciedad en la puerta de entrada. Pero una vez que lo ha hecho, ya no sigue mirando todo el tiempo si sus pies están bien limpios, ya todo su corazón, ya todas sus miradas, ya toda su voz son para ese altar donde el cuerpo de Jesús brilla eternamente”. Ése es Zaqueo, un hombre que se ha puesto en movimiento.