El domingo pasado, Zaqueo bajó escopetado del sicomoro (ficus sycomorus, estrictamente hablando) para entregar su vida al Señor. Aún siendo un estafador y aprovechado, su corazón deseaba encontrarse con el Señor, y aprovechó la ocasión, venciendo los obstáculos que tenía. No sólo tenía intención de verle: tenía intención de quitar todo lo que se interpusiera en el camino para verle. Mostró con hechos que su deseo era más que un sentimentalismo. Y recibió el premio gordo en esa búsqueda.

La entrega de la vida, tal y como hoy nos explica el mismo Cristo, debe pasar por la cabeza y el corazón. Todas las vocaciones comparten un denominador común que en sí mismo ya es una gran exigencia, muy real: la de amar a Dios sobre todas las cosas. Es el primero de los pasos a dar en la entrega de la vida. Compartir este amor sería caer en la idolatría de poner al mismo nivel el amor de Dios y el amor a las criaturas, aunque sean nuestros propios padres o aquellas personas más amadas. El amor divino no puede compartirse. Es un amor exclusivo.

En segundo lugar, la entrega a Jesús ha de ser llevada de la prudencia, virtud que nos permite poner la cabeza buscando el mayor bien de un modo acertado a nuestras reales posibilidades y poner los medios necesarios para alcanzar el fin. Se trata de contar con los instrumentos necesarios para levantar un torre. Y para esta tarea, la Iglesia, como madre, nos acompaña a través del discernimiento que tiene lugar en el acompañamiento o la dirección espiritual. Es la pieza clave de cualquier vocación: no la elijo yo, sino que busco en mis deseos, en mis intenciones, las cualidades de una vocación divina, poniéndome en manos de la iglesia a través de mi confesor o acompañante espiritual.

Alguien que desea ser sacerdote, pasará por las manos de la Iglesia en el seminario; quien desea ser consagrado, tendrá el noviciado; el que comprende que su vocación es la esponsal, vivirá el noviazgo y hará unos buenos cursillos de novios (no de los intensivos, para dedicar el menos tiempo posible porque estoy “muy liado”… para tomar la decisión más importante de mi vida…). Son las tres vocaciones más habituales. Pero, hay muchas más. Pensemos en tanta gente soltera: también tienen vocación de santidad y, en lo referente a la vida espiritual y su entrega a Cristo, se deben cuidar del mismo modo que se cuidan los anteriores.

Todos esos procesos se refieren al período de la construcción. Los que habéis tenido experiencia de obras sabéis la carga que supone estar todo el día pendiente de planos, ejecución de obras, decoración… La ley de Murphy —¡vital para la existencia!— dice que si algo puede salir mal, saldrá peor. Lo normal en las obras es que, si algo tiene que ir arriba, lo pondrán abajo; si tiene que ir a la izquierda, lo pondrán a la derecha; si tiene que quedar centrado, lo pondrán torcido; si tiene que ir de azul, lo pintarán de verde… Construir la torre, como nos dice Cristo, requiere un empeño de querer cada día enfrentarse a las dificultades para nuestra entrega al Señor. Este es el camino a recorrer. No podemos pensar en un estado de vida donde no haya que luchar como condición para llegar a la meta. En el caso de la vocación cristiana, sólo existe el camino de la lucha diaria.