“Conozco tus obras, y no eres frío ni caliente. Ojalá fueras frío o caliente, pero como estás tibio y no eres frío ni caliente, voy a escupirte de mi boca” … Nos sentimos tibios, y justificamos nuestra tibieza pues (decimos), “hay gente mucho peor que nosotros”. Gente que no reza, que hace cosas malas e incluso las hace deliberadamente. No nos gusta ser tibios, pero tampoco nos desagrada demasiado… a fin de cuentas, “uno hace lo que puede”.

Este es el problema: “sólo hacemos lo que podemos”. Dice San Juan-, “Tú dices: ‘Soy rico, tengo reservas y nada me falta’. Aunque no lo sepas, eres desventurado y miserable, pobre, ciego y desnudo … A los que yo amo los reprendo y los corrijo. Sé ferviente y arrepiéntete. Estoy a la puerta llamando: si alguien oye y me abre, entraré y comeremos juntos”. 

Como el rey del cuento, vamos muchas veces por la calle pobres, ciegos y desnudos, aunque pensemos que somos ricos, tenemos mejor vista que nadie en los asuntos y vestimos las mejores galas… 

El Señor se dirige al que está en lo alto de la higuera: “-«Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa.» Él bajó en seguida y lo recibió muy contento”.

Zaqueo sólo sale de su tibieza cuando deja entrar a Jesús en su casa: «Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más.» Esa es la sorpresa cuando dejamos que Dios tome posesión de nuestro corazón. 

Lo que nos parecería una locura, humanamente impensable, una exageración… se hace posible. Si uno da la vida por los demás no es porque sea muy bueno, sino porque Dios, que es el auténtico dueño de nuestra vida, se la entrega a los demás.

Que la Virgen María nos ayude a abrir, ¡sin reservas!, las puertas a Cristo.