Hoy comienza el Adviento, tiempo de esperanza. Hace siglos un filósofo planteó cómo una de las preguntas fundamentales de todo hombre: “¿Qué podemos esperar?”. Sin duda cada uno de nosotros tiene sus pequeñas esperanzas, respeto de la familia, del futuro, de la salud, del trabajo, del noviazgo,… Generalmente, cuando esperamos algo de verdad nos ponemos en marcha. La esperanza nos impulsa hacia aquello que anhelamos y que creemos es posible alcanzar.

El Papa Francisco en su primera encíclica señalaba: “La salvación comienza con la apertura a algo que nos precede, a un don originario que afirma la vida y protege la existencia. Solo abriéndonos a este origen y reconociéndolo, es posible ser transformados, dejando que la salvación obre en nosotros y haga fecunda la vida, llena de buenos frutos”.

Así, la esperanza cristiana, que mira al futuro se afirma en el pasado. Hay un amor de Dios que nos precede. En la carta a los Hebreos se utiliza como símbolo de la esperanza el ancla (con la que se aseguran los barcos), para señalar la seguridad de nuestra esperanza, porque nos afirmamos en Cristo, que ha vencido a la muerte y está sentado junto al Padre. Nuestra esperanza nos abre al futuro y a lo que Dios ya ha obrado a favor nuestro.

Por otra parte, las lecturas de este primer domingo nos liberan de un malentendido: esperar no consiste en permanecer inactivos porque quizás el destino vaya a depararnos algo bonito. En las tres lecturas se nos dice, por ejemplo, que hay que ponerse en camino, vencer el sueño, velar, estar atentos… Estas actitudes están muy lejos de la concepción de un mundo en el que todo está determinado y, si hemos tenido suerte, nos habrá correspondido un buen lugar.

Podemos resumirlo en dos imágenes. Por una parte el profeta Isaías nos habla de caminar en la senda del Señor. Por otra, san Pablo nos invita a salir del sueño y a vestirnos de Cristo. Si el Señor se revistió de nuestra humanidad por la encarnación, ahora nosotros podemos configurar nuestra vida según su divinidad. En las dos imágenes, caminar en la senda del Señor y vestirse de Cristo, descubrimos una llamada a salir de nuestro egoísmo y a vivir según el amor que Él nos ha enseñado. En ambas lecturas se hace referencia a la luz, porque sólo el amor de Dios ilumina perfectamente nuestra vida. Sólo su amor llena de sentido nuestra existencia y en la medida en que avanzamos en su conocimiento y práctica nuestra vida se vuelve luminosa. Hay noche y oscuridad en nosotros en tanto nos cerramos al amor del Señor.

En el evangelio con esa imagen impactante en la que estarán dos hombres en el campo o dos mujeres moliendo y uno será llevado y otro dejado, podemos entender también que el Señor viene a visitarnos muchas veces con su gracia. Si en nuestro corazón vamos cultivando un amor ardiente al Señor podremos reconocer con mayor facilidad sus visitas, que nos van a impulsar a una vida más intensa de caridad. Ello también nos va a traer gozo interior y paz. Cuidemos, pues, la esperanza en nosotros. Aprovechemos la llamada del Adviento para abrirnos más al amor de Dios, escuchando su palabra, participando de la oración de la Iglesia y viviendo la caridad. La certeza de sus promesas se afianza en nuestro interior cuando vivimos según el amor que nos ha enseñado. ¿Qué podemos esperar? Que Dios nunca va a dejarnos y que por eso hemos de abrirle nuestro corazón para que lo llene con su amor. Y no nos olvidemos de preparar nuestra corona de Adviento que va a ayudarnos a mantenernos en vela.