Martes 3-12-2019, I de Adviento (Lc 10, 21-24)

«Lleno de la alegría del Espíritu Santo, exclamó Jesús». El Adviento es el tiempo de las promesas. A lo largo de los siglos, Dios ha ido preparando a su pueblo y prometiéndole la salvación. Por eso, los cristianos durante estas cuatro semanas hacemos un recorrido por los grandes profetas que han anunciado los tiempos del Mesías. Nos acompañan sobre todo Isaías, en la primera parte, y Juan el Bautista, en la segunda. Y los Evangelios nos hablan precisamente del cumplimiento de esas promesas de Dios. Todo lo que nuestro Señor había dicho a nuestros padres por los profetas, nos lo ha cumplido a nosotros en Jesús. Hoy, la primera lectura anuncia que «brotará un renuevo del tronco de Jesé y de su raíz florecerá un vástago. Sobre él se posará el Espíritu del Señor». Jesucristo es el renuevo del tronco viejo y marchito de la humanidad. El Padre ha renovado la humanidad entera con el nacimiento de su Hijo en la carne. Cristo es el hombre nuevo. Él es el que está lleno del Espíritu Santo. Él es el que trae la verdadera paz.

«Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla». Dios ha cumplido su palabra. Él es fiel, y por eso podemos confiar en él. Pero no todo el mundo ha descubierto esta gozosa certeza. Porque sólo los humildes y sencillos son capaces de ver con sus propios ojos las obras de Dios. Los “portentos de Dios” no son milagros extraordinarios, manifestaciones grandiosas o parafernalias majestuosas. El Señor habla en lo oculto. Y realiza su obra de amor en lo escondido. No todos lo ven… Fíjate que el profeta Isaías habla de “renuevo”, “raíz”, “vástago”. Son todas realidades pequeñas, incipientes, en germen. Dios actúa en lo pequeño. De hecho, pequeño nacerá en un portal. La historia del cumplimiento de las promesas de Dios –y el gran cumplimiento es su misma venida como uno de nosotros– sucede siempre en lo escondido. Pero no por eso es menos real. Todo lo contrario; es la historia más verdadera que jamás te hayan contado.

«¡Dichosos vuestros ojos que ven lo que vosotros veis!». El tiempo de Adviento –tiempo de espera, de expectación e ilusión– es un tiempo para tener los ojos bien abiertos. Merece la pena detenerse en la gran profecía mesiánica de Isaías: «Habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león pacerán juntos: un muchacho pequeño los pastorea. El niño jugará en el agujero de la serpiente». Dios anuncia la paz a su pueblo; y promete la victoria de un niño que será capaz de arrebatarle a la serpiente en su escondrijo su tesoro más preciado: el dominio sobre la humanidad. Esa paz y esa victoria sólo se encuentran en Cristo, en ese «muchacho pequeño que los pastorea». No hay que buscarlas en un futuro lejano, ni en un gran esfuerzo de toda las potencias mundiales, ni en un lugar utópico y paradisíaco. Cada día podemos ver con nuestros propios ojos la paz de Jesús, la victoria de Jesús. Las promesas ya se han cumplido. Dios ya ha actuado. Sólo basta que abramos bien los ojos, especialmente los del alma.