Poco a poco, como se nos derrama la vida, hemos llegado al III Domingo de Adviento, el llamado Domingo Gaudete, del verbo latino Gaudeo que quiere decir alegrarse. Cómo no estar contento en estas fiestas, a mi me resulta complicado entender a esas personas consumidas por la tristeza que ante las luces navideñas, los turrones y demás «decorado» sólo saben, cual personaje de Dickens, gruñir y refunfuñar. Es cierto que el evangelio invita a la empatía, a ponerse en el lugar del otro, pero a mi sólo se me ocurre ante estas pobres almas en pena aplicarles la medicina que san Pablo propone a los Romanos, «venced al mal a fuerza de bien», a la tristeza, con alegría.

Y cómo no alegarse con las palabras de Isaías, a mi, personalmente me han resonado en el corazón las palabras que elegí para el título de esta reflexión, porque si hay algo que nos paraliza, que nos quita la vida es el miedo. Hoy todo nos da miedo, parecería que el mundo y las relaciones se construyen en las coordenadas de las desconfianza, todo son prevenciones y precauciones, primas-hermanas del miedo. Nos aterra morir, nos aterra sufrir, nos aterra la soledad… son tantas la cosas a las que tenemos miedo que, si te dejas, vivir se parece más a un ir muriendo aburrido que la maravillosa aventura que Dios nos propone.

En esto del miedo creo que tenemos mucho que aprender de los niños, ellos, que no miden el peligro son arriesgados por naturaleza, se atreven a todo, a meter los dedos en el enchufe, a saltar de la cama al sofá, a subirse a los árboles, a demostrar sus sentimientos… tal vez en aquel hacerse como niños de Jesús había también una invitación a no tener miedo. A confiar abiertamente en nuestro Padre/Madre Dios, porque los niños, siempre confían en sus papás y en sus mamás, y seguramente el Adviento también se trate de romper con las cadenas del miedo, porque si Dios está con-nosotros ¿quién está contra nosotros?

Sí, la venida de Dios al mundo, la Encarnación, nos asegura que en la noche más oscura, en la noche más larga (curioso, la noche del 24 al 25 de diciembre) la luz brilla y brillará en las tinieblas, Dios no nos abandonará nunca. Y son los hechos los que nos lo cuentan, los que lo acreditan, los ciegos ven, los sordos oyen… nuestro Dios es un Dios cumplidor, que mantiene siempre sus promesas y que nos ama con tal radicalmente, que sería capaz de todo, por llegar a nuestros corazones  hacer morada en ellos, por tocarnos en los profundo del alma, porque sintiésemos su abrazo de misericordia, porque entendiésemos cómo nos ama.

Dicen los psicólogos evolutivos que una de las claves para que los niños crezcan sanos, sin traumas o problemas afectivos, con una sana autoestima, deben sentirse queridos, deben saberse apoyados, experimentar que sus mayores confían en ellos, este será el suelo de los adultos sanos. Lo que no saben los psicólogos es que los cristianos, desde que miramos al pesebre y vemos al Dios-frágil, al Dios-Niños mirarnos y sonreír, tenemos grabado en nuestro ADN ese amor de Dios que se desborda  de forma casi irracional.

Animémonos pues a confiar en Dios y vencer con su fuerza los miedos y neuras de nuestra vida, y que el encuentro con el Pan de Vida en el pesebre de Belén suponga para nosotros un nuevo comienzo, una victoria ante los miedos y miserias que tantas veces nos roban la paz.