Cuando queremos muchísimo a alguien, especialmente si se trata de alguien pequeño, como un bebé o una criatura indefensa, habitualmente sentimos unas ganas locas de abrazarlo con todas nuestras fuerzas, de achucharlo de tal modo que, si no paramos, lo aplastamos. Sentimos la necesidad de darle besos y más besos, casi, casi, con todas nuestras fuerzas. En definitiva, queremos hacernos una y la misma cosa con la persona amada. Esto pasa, sobre todo, con los hijos, los sobrinos en mi caso, etc. Y no olvidemos que, sin ir más lejos, el matrimonio es esto: hacerse una sola carne con el cónyuge.

La Natividad del Señor tiene mucho que ver con esto. La Encarnación y nacimiento del Mesías, su asunción de la naturaleza humana, podemos verla como ese momento en que Dios ya no puede más y, por amor a los hombres, decide hacerse una y la misma cosa con nosotros, que vivíamos sin remedio en el pecado. Podríamos decir ahora: claro, él puede hacerse como nosotros y nosotros no como Él. Parecería injusto, pero debemos entender que Dios es Dios y, sobre todo, que este hacerse hombre del Verbo de Dios lo que permite, también, es el camino de vuelta: a través de la unión con Él, con Jesús, con quien es la luz de los hombres, podemos entrar en el misterio divino. Recordad sus palabras: Yo soy el camino.
Por eso, la Navidad es tiempo de unirnos a Dios allí donde Él se ha mostrado, que es en la humildad de Belén. Podemos imaginarnos a María en un día así. En cómo ella, al mirar el rostro del niño, contempla al que es la “manifestación del Dios vivo”. Vemos que cuando su corazón se desborda, el río de sus sentimientos fluye hacia su hijo Jesús, que el Señor y que ha venido en virtud de un amor redentor. Cuando cuida a esa tierna vida, cuida al Señor que se ha revestido de la debilidad humana. Es muy fuerte.

La cuestión es cómo actualizar esto y dónde podemos vivir el significado más profundo de la Navidad en toda su grandeza. Y la respuesta es la Eucaristía, que es la venida diaria de Jesús, no histórica hace más de 2000 años, sino actual, que es el lugar donde nos podemos hacer como Él de un modo análogo al cómo Él se hizo uno de nosotros, como decía antes.

Y os lo voy a intentar demostrar desde uno de esos secretos que guarda la Escritura: ¿Sabéis qué significa la palabra Belén? El término procede del hebreo Beth-Lehem que significa Casa del pan. Y, ¿sabéis qué palabra deriva del término pesebre? Patena. La ecuación ya está resuelta: el lugar propio de la Navidad es aquel en que la patena se hace casa para el pan. Por eso os animo a que vivamos esta octava de Navidad desde la Eucaristía, descubriendo las grandezas diarias del buen Dios que supera toda lógica humana y que ya no sólo es que haga hombre, es que toma la apariencia de simple pan para dar la vida al mundo. Tanta humildad, tanta grandeza sí es digna de adoración, sí es digna de recibir nuestras vidas entregadas por Él y por su amor. ¡Feliz Navidad!