Celebramos el domingo de la Sagrada Familia; y lo hacemos en un contexto en el que la familia que llaman tradicional, está en crisis. Bueno, es un error llamarla así: más bien es la familia natural, la querida por el Creador a imagen de sí mismo y de su amor.

Hoy día urge algo fundamental: hay que proteger los matrimonios; y ya desde el noviazgo: no vale un buen noviazgo, sino uno santo, bien formado en cabeza y corazón y madurado en unidad. Una vez ya en el matrimonio hay que decir que lo primero es el cónyuge y luego vienen los hijos. De hecho, lo que necesitan los hijos es el amor entre los padres en primer lugar. Una ruptura es una ruptura de sus orígenes, es la ruptura del amor que les trajo al mundo, son sus raíces. Y la ruptura de su naturaleza, que es familiar, como Dios es familia y Jesús vino en el seno de una familia.

Y la familia es fundamental en cada una de sus partes: es necesario el esposo y padre: expresión de reciedumbre, de fuerza, de entrega generosa, generalmente fuera del hogar. Pero también de seguridad, de confianza, de sabiduría, de consejo. Por eso ser esposo y padre no es tontería: hay que esforzarse por ello y hay que negarse cada día. ¡Miremos el ejemplo de quienes se fueron a Egipto! Y el esposo y padre debe negarse en algo tan importante como la opinión exclusiva y el imperativo particular. No y no. Hay que hablar con la esposa sobre las decisiones familiares y ser una sola voz ante los hijos.

Y qué decir de la mujer: esposa, madre, ternura, vientre en el que los hijos empiezan a existir, brazos en los que los hijos reposan de pequeños y descansan los esposos, ser que alimenta a los niños en su etapa de lactancia. Papel absolutamente insustituible y que ninguna artificialidad puede sustituir: el calor de una madre es insustituible desde el momento mismo de la concepción. Pero también los de una esposa que vive por y para su marido, como éste debe hacer lo propio por ella. En fin, que la madre es condición absolutamente necesaria para el óptimo desarrollo de la familia, tanto del esposo, que encuentra en ella su santificación, como de los hijos, que tienen en ella, ya no sólo una madre, sino también una maestra de vida, que no una amiga.

Los buenos padres son los que entregan a los hijos, en primer lugar, el amor entre ellos contra viento y marea, a imagen de cómo Cristo se entregó a su Iglesia. Esto significa el matrimonio para san Pablo.

Y los hijos. Que tienen, en primer lugar, derecho a nacer, a vivir, cada uno en su modo y condición; que tienen derecho a disfrutar de una maternidad y de una paternidad, que tienen derecho, en definitiva, a una familia. Tienen derecho a poder vivir la plenitud que Dios nos regala en el cuarto mandamiento de la ley de Dios. Es decir, ¡tienen derecho a amar a su padre y a su madre! Y nadie se lo puede arrebatar.

Es cierto que luego la vida dificulta por muchas razones esta vivencia natural de las cosas. Hay fallecimientos, hay casos que son entendibles, pero no podemos renunciar a la verdad de las cosas por mero sentimentalismo. Hay que luchar a muerte por la familia: padre y madre en apertura a la vida. En este sentido, además de plantear la lucha en casa, no podemos olvidar la educación. Obviamente debe empezar en casa, pero también hay que cuidar mucho dónde mandamos a los hijos y se hace urgente dar prioridad a la formación humana y espiritual sobre la académica muchas veces. No olvidéis esta dimensión, si bien, claro está, lo más importante es la educación en casa y el amor de los padres.

En fin, los cristianos parece que casi estamos solos ante este reto, pero no podemos renunciar a la plenitud que Cristo nos ha traído. Ojalá estos días cuidemos especialmente a vuestros familiares más cercanos.