Y tiene muchos nombres distintos. La he conocido en casi todas las iglesias que he visitado a lo largo de mi vida. Es una “bendita de Dios” que personifica perfectamente las bienaventuranzas y nos hace ver que estas no son palabras utópicas sino realidades cotidianas para muchas personas. Estas “Anas” son realmente pobres de espíritu porque han rechazado poner su confianza en nada distinto de Dios y su misericordia; a pesar de padecer infinidad de injusticias y en no pocas ocasiones sufrir la indiferencia de los demás, mantienen un ánimo envidiable y siguen teniendo una mirada positiva sobre la realidad; tienen el corazón blando y sensible al dolor propio y ajeno y por eso lloran sin tratar de ocultarse tras una máscara de felicidad autosuficiente.

Pero no han llegado a ser así de la noche a la mañana, sino que lo suyo es el fruto de décadas de fidelidad en su entrega total a Dios. Desde que de jovencitas hicieron la ofrenda de su vida no se separan del templo ni de día ni de noche, presentando siempre la oblación de su oración y de su ayuno a Dios. No se separan del templo porque como ellas dicen: “aunque no pueda estar físicamente aquí, mi corazón está todo el tiempo en el Señor”, “yo estoy hablando todo el tiempo con Él”. Sin duda estas son las vírgenes prudentes de la parábola del Señor, las que le esperan haciendo siempre lo que les parece que es su voluntad, atesorando el aceite suficiente para su lámpara. De tal manera que cuando llega el momento y el Señor aparece sus lámparas encendidas les permiten salir a su encuentro y reconocerlo.

Para reconocer al Señor y no ver simplemente un recién nacido más, hace falta haberlo visto mucho antes en el corazón. Entonces lo puedes reconocer con los ojos. Hace falta haber perdido mucho y ser como esta anciana, con la que se había cebado la desgracia desde jovencita. Entonces puedes encontrar el tesoro donde los demás no ven más que un pobre niño. Hace falta haberse sentido inútil a los ojos de los demás que ni te piden ni cuentan contigo para nada, como le sucedió a esta anciana que encontró su lugar y se sentía útil y en la mejor compañía cerca de Dios. Entonces puedes regalarle al hijo de esta pareja de pobres, José y María, como hicieran también los sabios de oriente, los dones reservados para él desde siempre: el oro de tu amor aquilatado, el incienso de tu oración, y la mirra del sacrificio de tu muerte ya cercana.

Esta “Ana” es también la viuda pobre que da todo lo que tiene y entonces, su vida, su pobreza adquiere un valor infinito; su ofrenda unida a la de este niño servirá para la salvación del mundo. Dios acepta esta ofrenda más que la de todos los sacerdotes y levitas que ejercen su culto como “oficiales del templo”. Ella ha entregado más que nadie.

Por eso el culto que ofrece Ana es nuevo y superior al antiguo y consiste en dar gracias a Dios y testimoniar que ese niño era lo que esperaban, sin saberlo, todos los que esperaban la liberación de Jerusalén. Este es el culto cristiano: eucaristía y martirio. Ana no piensa en sí misma; solo mira a Dios para darle gracias y al resto de pobres y oprimidos para anunciarles la libertad, presente delante de sus ojos.

Proclama con todo su corazón, con toda su alma, y con todas sus fuerzas las alabanzas de Dios. Bonito programa para mi vida. Señor, concédeme la gracia de vivir así.