Para muchos de mi generación hay una canción de la mítica banda irlandesa U2 que adquirió casi tintes de himno generacional, se trata de “I Still Haven’t Found What I’m Looking For” (1987). Descubrir en ella una experiencia cristiana no es para nada exagerado ni hace violencia a la realidad. Así es como fue compuesta: “He escalado las montañas más altas / He corrido por los campos / Solo para estar contigo / He corrido me he arrastrado / He escalado estas murallas de la ciudad / Solo para estar contigo /Pero aún no he encontrado / Lo que estoy buscando”. No digo que sea un nuevo Cántico Espiritual, ni mucho menos, de la calidad y hondura del de San Juan de la Cruz, pero desde luego habla de esa búsqueda que a uno le consume a la vez que le da la vida. No sabemos si esta insatisfacción radical es la causa de nuestra desazón o si lo es de nuestro entusiasmo cotidiano que nos hace levantarnos cada mañana. Probablemente sea la causa de ambas cosas, porque todo lo vivido, en su imperfección, encierra ya una promesa de algo más perfecto.

¿Y qué le pasa al que aún no ha encontrado lo que buscaba? Básicamente, que cada día es un día menos. Sí, para el que busca y no encuentra, el tiempo es una cuenta atrás. Cada día se ve obligado a arrancar la hoja del calendario con la tristeza y el agobio de ver cómo se pasa la vida y se acaban las oportunidades. Para el que ha encontrado lo que buscaba, cada día es un día más. Para disfrutar de lo encontrado, para seguir acercándonos – ahora sin agobio – a una plenitud que ya se posee en esperanza. El tiempo corre a favor del que ha encontrado lo que buscaba porque sólo le falta llegar al final para recibirlo en posesión, como el ganador recibe el premio que ha merecido.

De ahí se entiende el entusiasmo de Juan y Andrés, cómo fueron inmediatamente como si fuera una reacción nuclear en cadena, imparable y explosiva, a comunicar esta novedad. No pueden dejar de decir: “hemos encontrado al Mesías”.

Y esto sucedió después de seguirle y estar con él. Le siguieron cuando Juan les señaló al que buscaban, que pasaba por ahí. Entonces se pusieron a seguir a Jesús. Cuando él se volvió les preguntó lo que buscaban y les invitó a ir con él. No les dio respuestas teóricas ni les enseñó una nueva ideología que pudiera satisfacer su inquietud. Les invitó a estar con él y así lo hicieron todo el resto del día, desde las cuatro de la tarde. ¿Cómo tuvo que ser ese tiempo con él? ¿Qué no verían estos hombres que salieron transformados de este primer encuentro? Y es que en este encuentro siempre se cumple la experiencia del salmista: “contempladlo y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará” (Sal 33). Salieron radiantes y ni se daban cuenta de ello.

Juan iría a contárselo a Santiago su hermano, aunque eso es mucho suponer porque el evangelio no dice nada, pero de lo que si estamos seguros es de que Andrés si lo hizo con su hermano Simón, y lo llevó a su encuentro. Cuando Jesús le vio dijo: “Tú eres Simón, hijo de Juan, pero de ahora en adelante te llamarás Cefas (que significa piedra – Pedro)”. Por lo que da la impresión de que Jesús ya lo conocía antes, y también parece que si Pedro encontró a Jesús es porque Jesús lo había encontrado antes. Y al cambiarle el nombre le revela su identidad que es su misión. Identidad y misión que no se pueden entender sino “por Cristo, con él y en él”. Así pasa también con nosotros y por eso el encuentro personal con Cristo marca un antes y un después en nuestra vida, porque encontrarle a él es encontrarnos también a nosotros. Él nos puede decir quiénes somos y qué hacemos aquí en esta vida. Jesucristo nos revela nuestra identidad y misión. Él es el camino, la verdad y la vida. Encontrarle a él es encontrar la perla preciosa por la cuál merece la pena venderlo todo para comprarla.

Y nosotros… ¿vamos a dejar que las personas más cercanas, nuestros familiares y amigos, se pierdan este regalo de encontrar por fin lo que estaban buscando? Imposible. Manos a la obra.