Comentario Pastoral

¿BAUTIZAR A LOS NIÑOS?

La fiesta del Bautismo del Señor que concluye el tiempo de Navidad, es Epifanía del comienzo de la vida pública de Jesús y de su ministerio mesiánico. Jesús de Nazaret bajó al Jordán como si fuese un pecador («compartió en todo nuestra condición humana menos en el pecado»), para santificar el agua y salir de ella revelando su divinidad y el misterio del nuevo bautismo. El espíritu de Dios descendió sobre él y la voz del Padre se hizo oír desde el cielo para presentarle como su Hijo amado.

El Bautismo es puerta de la vida y del reino, Sacramento de la fe, signo de incorporación a la Iglesia, vínculo sacramental indeleble, baño de regeneración que nos hace hijos de Dios. El Bautismo es el gran compromiso que puede adquirir el hombre. Y los compromisos verdaderos surgen en la libertad y en la decisión responsable de los adultos. Por eso, al recordar el Bautismo de Jesús en edad adulta, más de uno se puede plantear el sentido del Bautismo de los niños. ¿Se puede bautizar a un niño que aún está privado de responsabilidad personal? ¿Se le puede introducir en la iglesia sin su consentimiento? Estos interrogantes igualmente provocan una cascada de preguntas: «¿Quién nos pidió permiso para traernos a la existencia? ¿Por qué tuve que nacer en un ambiente y en unas condiciones determinadas de cultura y de clima? ¿Por qué he nacido en esta familia concreta que me dejará una huella propia?» etc… Es el juego de la vida y el misterio de la existencia. Al hombre siempre le queda la aceptación, la respuesta y la aportación posterior.

La Iglesia, que ya desde los primeros siglos bautizó también a los niños, siempre entendió que los niños son bautizados en la fe de la misma Iglesia, proclamada por los padres y la comunidad local presente. Lo que la Iglesia pide a los padres y padrinos no es que comprometan al niño, sino que se comprometan ellos a educarlos en la fe que supone el Bautismo. En el Bautismo la Iglesia da un voto de confianza, hace nacer a la vida de Hijo de Dios, siembra una semilla, hace un injerto, pone un corazón nuevo, que tendrá que crecer, desarrollarse y latir por propia cuenta y bajo personal responsabilidad algún día. Con el Bautismo, la Iglesia nos sumerge en la corriente de salvación, como se puede recoger un recién nacido abandonado en la calle fría, para llevarlo a un hogar caliente, sin esperar a preguntar al niño, cuando sea mayor, si quería que se le hubiese salvado y ayudado, porque entonces sería demasiado tarde.

¿Por qué no dar a un niño, nacido en un hogar cristiano, la simiente de la vida cristiana? El cultivo de esa simiente de fe será necesario sobre todo, hasta que esa nueva vida llegue a la autocomprensión y autoresponsabilidad. La Iglesia, pues, bautiza a los niños con esperanza
de futuro, contando con una comunidad cultivadora y garante de la fe cristiana.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Isaías 42, 1-4. 6-7 Sal 28, 1a y 2.3ac-4.3b y 9b-10
Hechos de los apóstoles 10,34-38 san Mateo 3, 13-17

 

de la Palabra a la Vida

La gracia es el principio de la gloria. La gracia, que nosotros recibimos por medio de los sacramentos. «Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres», dice san Pablo a Tito. El Padre revela en el Jordán a propios y a extraños quién es Jesús, el que ha aparecido: «Tú eres mi Hijo, el amado, mi predilecto».

Una aparición es siempre una luz, «luz de las naciones», dice Isaías. El Señor viene a iluminar a todos los hombres, pero su luz es divina: transforma. El tiempo de Navidad nos ha mostrado que el que nace viene para reinar, pero que ese reinado se realiza a través del misterio de la Pasión, que la Navidad mira a la Pascua.

La voz del Padre, que reconoce al «hijo amado», nos lleva al libro del Génesis: allí, en la escena del sacrificio de Isaac (Gn 22), Dios habla a Abraham por tres veces refiriéndose a su hijo como «hijo amado». Así, la escena del Jordán nos habla de un verdadero sacrificio: aquí Dios no sólo muestra a su Hijo, sino que nos anuncia que Él sí será sacrificado, como cordero sin mancha, como siervo inocente. Jesús será, como anunciaba Isaías, «mi siervo, mi elegido, a quien prefiero».

Sobre ese siervo Dios pone su espíritu. La unción del Hijo en el bautismo se convierte así en su investidura mesiánica, en la que el siervo se muestra como el que, ungido por el don del Espíritu, cumple plenamente la voluntad del Padre. Entrar en las aguas del Jordán anticipa así entrar en el misterio de la muerte y sepultura, culmen de la obra del Siervo de Dios. Las aguas son imagen de la muerte, Jesús entra en la muerte para, ungido, dar vida. Así lo testifica, porque lo ha visto, san Pedro: «Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo».

Esta revelación nos muestra, además, el fin de la misión del Hijo. En el salmo, la voz de Dios sobre las aguas hará resonar una palabra: «¡Gloria!» Los hombres van a recibir la gloria de Dios por la obediencia del Hijo. Poco parece tener que ver, en el tiempo en que vivimos, una actitud obediente con la gloria. Mientras que la obediencia es despreciada, la gloria es deseada. Sin embargo, si volvemos la espalda a la obediencia, la única gloria que nos mira de frente es la vanidad, algo pasajero, inmediato y mentiroso. A nosotros nos toca, un día como hoy, aprender con los discípulos, con Pedro, el valor de la obediencia del ungido: Pedro ha aprendido con Jesús a no ir por libre, ha aprendido que en la obediencia al Padre se encuentra un camino de unción y de gloria. Cuando uno va al margen de la voluntad del Padre escucha «Apártate de mí, Satanás», pero cuando se sumerge en la obediencia al Padre, escucha «Este es mi hijo amado».

La unción de Jesús en las aguas del Jordán es una invitación para nosotros a entrar con Él en el misterio de la obediencia, como hijos de Dios, al Padre. La celebración de la Iglesia, lugar de la unción de los hijos de Dios, es lugar en el que nuestro corazón acoge y desea, como Cristo, participar en la Pascua. La gloria de Dios no viene por gestos o ritos vacíos de significado, sino llenos de gracia: los cristianos, fiados en la voz del Padre, nos sumergimos así, con Él, en su misterio pascual. Por eso, la revelación de la Trinidad en el Jordán prepara la revelación Trinitaria en la acción litúrgica, que se da por la obediencia y que introduce en la gloria. Si en la celebración no somos obedientes, seamos sacerdotes o laicos, la revelación se oscurece, y la gloria de Dios queda oculta por una baratija, la vanagloria humana.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de la espiritualidad litúrgica

El «shabbat», día séptimo bendecido y consagrado por Dios, a la vez que concluye toda la obra de la creación, se une inmediatamente a la obra del sexto día, en el cual Dios hizo al hombre «a su imagen y semejanza» (cf. Gn 1,26). Esta relación más inmediata entre el «día de Dios» y el «día del hombre» no escapó a los Padres en su meditación sobre el relato bíblico de la creación. A este respecto dice Ambrosio: «Gracias pues a Dios Nuestro Señor que hizo una obra en la que pudiera encontrar descanso. Hizo el cielo, pero no leo que allí haya descansado; hizo las estrellas, la luna, el sol, y ni tan siquiera ahí leo que haya descansado en ellos. Leo, sin embargo, que hizo al hombre y que entonces descansó, teniendo en él uno al cual podía perdonar los pecados». El «día de Dios» tendrá así para siempre una relación directa con el «día del hombre». Cuando el mandamiento de Dios dice: «Acuérdate del día del sábado para santificarlo» (Ex 20,8), el descanso mandado para honrar el día dedicado a él no es, para el hombre, una imposición pesada, sino más bien una ayuda para que se dé cuenta de su dependencia del Creador vital y liberadora, y a la vez la vocación a colaborar en su obra y acoger su gracia. Al honrar el «descanso» de Dios, el hombre se encuentra plenamente a sí mismo, y así el día del Señor se manifiesta marcado profundamente por la bendición divina (cf. Gn 2,3) y, gracias a ella, dotado, como los animales y los hombres (cf. Gn 1,22.28), de una especie de «fecundidad». Ésta se manifiesta sobre todo en el vivificar y, en cierto modo, «multiplicar» el tiempo mismo, aumentando en el hombre, con el recuerdo del Dios vivo, el gozo de vivir y el deseo de promover y dar la vida.


(Dies Domini 61, Juan Pablo II)

Para la Semana

Lunes 13:

1Sam 1,1-8. Su rival insultaba a Ana, porque el Señor la había hecho estéril.

Sal 115. Te ofreceré, Señor, un sacrificio de alabanza.

Mc 1,1-14. Convertíos y creed la Buena Noticia.
Martes 14:

1Sam 1,9-20. El Señor se acordó de Ana y dio a luz un hijo, Samuel.

Salmo: 1 Sam 2,1-8. Mi corazón se regocija por el Señor, mi  Salvador.

Mc 1,21-28. Le enseñaba con autoridad.
Miércoles 15:

1Sam 3,1-10.19-20. Habla, Señor, que tu siervo escucha.

Sal 39. Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.

Mc 1,29-39. Curó a muchos enfermos de diversos males.
Jueves 16:

1Sam 4,1-11. Derrotaron a los israelitas y el arca de Dios fue capturada.

Sal 43. Redímenos, Señor, por tu misericordia.

Mc 1,40-45. La lepra se le quitó y quedó limpio.
Viernes 17:
San Antonio, abad. Memoria.

1Sam 8,4-7.10-22a. Gritaréis contra el rey, pero
Dios no os responderá.

Sal 88. Cantaré eternamente tus misericordias, Señor.

Mc 2,1-12. El Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados.
Sábado 18:

1Sam 9,1-4.7-19;10,1a. Ese es el hombre de quien habló el Señor; Saúl regirá a su pueblo.

Sal 20. Señor, el rey se alegra por tu fuerza.

Mc 2,13-17. No he venido a llamar justos, sino pecadores.