Llevo unos días poniéndome al día con las Cantatas de Bach, hay períodos de la vida en que ocurren estas cosas. Hay veces que dan ganas de ver el mejor ciclo de películas clásicas, o todo Hitchcock, o conocer bien la ciudad en que se vive, sus rincones ocultos… Pues estos días me pierdo en ese microcosmos de belleza que son las Cantatas. En ellas no sólo brilla el genio de Eisenach, sino el resultado del cruce entre música y texto. Hay una en concreto que mantiene el alma en vilo, creada para el segundo día de Navidad, la BWV 57. Bach la escribió como un diálogo muy cercano entre Jesús y el alma humana. Para ello encomienda los textos a dos voces, una soprano y un bajo, y no aparece nadie más que pueda distraer la partitura. En la primera aria, el alma le grita a su Señor, Desearía para mí la muerte, si Tú, Jesús mío, no me amases. Si tú dejases que me afligiera el sufrimiento, sería peor que el Infierno”. Aquí se expresa el hecho por el que la fe cristiana se mantiene en pie: el vínculo amoroso entre Dios y la criatura a través de Cristo.

Los novios siempre entienden magníficamente este tipo de exposiciones pasionales. Cuando les presento las lecturas a escoger para su boda, la mayoría repara en el texto de Ruth: “No insistas en que te abandone y me separe de ti, porque donde tú vayas, yo iré, donde habites, habitaré. Tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios. Donde tú mueras moriré y allí seré enterrada. Sólo la muerte nos ha de separar”. Toda esta tralla del buen amor dice mucho de Dios. El amor no conoce lejanía, quiere roce y conversación, presencia, fuego compartido.

Por eso en la primera lectura de hoy, Juan habla con tanta pasión del amor, porque por experiencia sabe que fue lo único que le retuvo cosido a su Maestro. Desde el corazón bebía sus discursos, por eso reposaba la cabeza sobre su pecho y no pudo despegarse de Él ni en el momento de la agonía. Toda proximidad aún le parecía un lugar lejano. Quizá ninguno de los doce vio como el discípulo amado la calidad del amor de Jesús hacia todo ser humano. Supo que Jesús no era un Dios regional, un Ser de capillas pequeñas y ciudades-estado. El formato de su amor abarcaba el mundo entero: a la mujer siro-fenicia, al buen samaritano, al leproso extranjero, al centurión romano, a los Reyes Magos (los primeros en besarle los pies antes de la mujer pecadora). Un Dios para el corazón humano. Por eso escribe sin que le tiemble el pulso, “el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios”.

Subrayo,” todo el que ama”. Porque quizá quien tiene la experiencia de amar sin medida. sabe que la medida no procede de él. De ahí que Dios se sitúe en el Antiguo Testamento como ejemplo del amor de una madre, ese filón inconmensurable. Los amores desapegados de lo propio hablan de Dios, los amores sin vanidad cuentan mucho del corazón de Cristo, la fidelidad de un corazón enamorado es el relato de la fidelidad de Dios por el hombre. Dios pone tierra común entre su amor y el nuestro. Me fío mas de Juan que de Herodes, quien sólo buscaba de Él un milagro exhibicionista, pero Juan se contentaba con no perder jamás de vista a su Maestro.