Quizá estés convencido de que la oración es un asunto difícil, porque cada vez que te pones entras sin quererlo en modo distracción. A mí me encanta cómo el Señor nos enseña a simplificar al máximo, “cuando recéis no digáis muchas palabras”. No quiere que caminemos por la superficie de la verborrea, que es correosa y no tiene destinatario, ¿No lo has notado en la gente que habla mucho?, parece que sólo se dirigen a sí mismos, parlotean y parlotean como quien se toma la lección delante del espejo. Te habrá pasado lo que a todos, que has usado la oración muchas veces como refugio de tu incapacidad para la comunicación, y casi te habrás desahogado pidiéndote ayuda a ti mismo.

De unos años a esta parte ha vuelto a incrementarse en la Iglesia los momentos de adoración eucarística, es un regalo que el Señor nos hace en una época en que el hombre contemporáneo no sabe dónde ubicar a Dios. En la Eucaristía lo tenemos ahí, a dos metros, a medio metro, tan cercano como lo estuvo de Juan y de Pedro. Por eso, sería bueno volver también a esa enseñanza de los padres del desierto de la brevedad absoluta delante de Él. Los grandes maestros de oración que fueron los monjes de Siria, Egipto, etc., recomendaban a sus discípulos que se enamoraran de la jaculatoria dictada desde el corazón. La frase breve dirigida con la tensión suficiente que sólo crea el afecto.

Tenemos escondida en el Evangelio de hoy una de esas frases que podemos hacer nuestra y guardárnosla para rezar con ella en cualquier momento. Es perfecta por muchos motivos, no exige un estado sumo de concentración, no cansa a quien la escucha, es breve, es contundente, no se anda con rodeos, fue dirigida por un hombre que apelaba al Señor y además recibió una respuesta inmediata. “Señor, si quieres, puedes limpiarme”. El Evangelio no dice que fuera un simple leproso, el autor del texto se fija mucho en lo que dice, aquel hombre estaba “lleno de lepra”. Debió ser de los que había que mantener muy lejos para que su podredumbre no infectara a los sanos de los pueblos. Y con todo, tiene el valor de mirar a los ojos de Jesús y decirle lo que le pasa.

Ahí está todo, el leproso sabe que el Señor puede curarle y le dice lo suficiente para que el Maestro actúe. Ahora te toca a ti. Acabas de tener una trifulca en casa por lo de siempre, porque tus hijos son irrespetuosos con el tiempo a la hora de cenar, y además se sientan a la mesa con los móviles, y te has puesto hecho un basilisco, diciendo cosas que no querrías, y ellos te han dicho que eres un déspota y la cena ha terminado en tristeza. Tu mujer te ha dicho que esas no son maneras de corregir y te vas a la cama con una pena infinita. Es el momento de tu frase, “Señor, si quieres puedes limpiarme”. Y poco a poco el Señor se irá haciendo contigo.