Era normal la cara de perplejidad del Bautista. Sólo él sabía que tenía delante al misterio de Dios hecho carne, ¿qué hacía en la fila de los que necesitaban penitencia? El bautismo de Juan era de conversión. A quienes se sentían atraídos por su mensaje, los preparaba interiormente para que se encontraran con Cristo. Sabía que su vocación llegaba hasta los pies de su primo y Maestro. Su presencia era sólo una voz, una voz que grita en el desierto. Si has estado alguna vez en el desierto (me vale cualquiera, el de piedra, el de arena…), sabrás que quien grita en él apenas tiene posibilidades de éxito. Hay pocos parroquianos en el desierto, además es un lugar desolador, de paso, en el que abundan caravanas, pero apenas hay quien se detenga.

Estos días vuelvo a leer una antología de textos de Carlos Foucauld. Hay uno verdaderamente maravilloso en el que expresa la facilidad de todo cristiano por encontrarse a Dios. Facilidad, dice, porque quien reza y ayuna sabe lo que Dios quiere de él, así de sencillo. “Con la oración y el ayuno, el cristiano se aleja del ruido y de la avidez”. Ese era el menaje del Bautista, el pecado del hombre es devastador, lo hace ruin y ávido de empresas que desmantelan la propia humanidad. Sólo la conversión por la oración sosegada y el ayuno de todo lo que no es esencial para la solidez del vinculo con Cristo, hacen madurar el alma cristiana.

Pero hay un dato espeluznante, Cristo quiso sumergirse en el bautismo de conversión. El impecable pasa por un iniciado en proceso de conversión. Treinta años estuvo a los pies de su madre llevando el negocio de José y haciendo divinas las cosas que tocaba, congeniando con el corazón humano a través de esas menudencias de conversación en el trato con los de su pueblo. Y ahora, en el inicio de su vida pública, no quería perderse nada, ya empezaba a tomar la cruz de nuestras miserias. Como su condición de perfecto hombre le impedía conocer de cerca la corrosión de nuestras miserias, quiso entrar en ese primer paso para que nada de lo humano le fuera ajeno.

Fuiste bautizado en el Señor, llevas en el pecho una pertenencia que no es de este mundo, no lo olvides. Si tuvieras que mostrar al mundo la acreditación de tu verdadera identidad, la tuya sería esta marca indeleble para la eternidad.