Para comprender la primera lectura es necesario ponerla en su contexto previo: el Señor, a través del profeta Samuel, pide al rey Saúl que ataque a los amalecitas, una tribu seminómada que en su día no trató bien a los israelitas en su largo éxodo desde Egipto. Tras la batalla no debe quedar nada: todo se ha de entregar al anatema —al exterminio—: personas, animales y objetos. El ataque se produjo, pero Saúl y sus hombres se quedaron el ganado valioso y los mejores objetos.

Sin entrar en la siempre polémica cuestión del Dios vengativo y cruel del Antiguo Testamento —algo que debería tratarse largamente y quizá con menos simplonería—, centramos la atención en que la desobediencia al mandato divino le ha costado la corona al rey Saúl. Eso pasa por enmendar la plana al Altísimo.

El primer telón de fondo de nuestro comentario es el orgullo desobediente: es querer añadir unas letras pequeñas al pie de página de lo que el Señor ha mandado, poniendo en boca de Dios lo que Él no ha dicho, o hacer interpretaciones en que meto mi propia visión de las cosas, para acabar haciendo lo que considero que se debe hacer. Saúl, aún con una recta y buena intención, no hace lo que se le ha pedido. La tarea del orgullo consiste muchas veces en querer maquillar, adornar o amoldar los mandatos divinos a nuestras circunstancias humanas o a nuestros criterios personales.

En el evangelio aparece como telón de fondo el cumplimiento moral aceptado socialmente. Los ayunos penitentes eran habituales en aquella época. Jesús carga más de una vez contra esos ayunos públicos que acababan siendo más una pasarela Cibeles ante el gran público que un auténtico sacrificio ofrecido al Señor para expiar los pecados. Detrás de ese tipo de comportamientos se esconde más bien es postureo. No se comprende el bien de hacer penitencia en forma de ayuno, algo que el Señor pide a menudo. Ese comportamiento dista de la auténtica obediencia a Dios, solapada por un comportamiento socialmente aceptado.

¡Qué gran beneficio sacamos al vivir bien la gran virtud de la obediencia! Un buen amigo mío dedicó toda una tesis doctoral a tratar el tema. No está de moda porque lo que se lleva es hacer lo que “tu corazón te diga”, en nombre de una libertad vacía de contenido que, sin ataduras morales, se dirige a ningún lugar. Y así nos va la vida cuando el corazoncito nos pide lo que nos pide y le damos libremente lo que le damos. Y este sería el tercer telón de fondo: cómo está el patio del pensamiento dominante en nuestra cultura, que afecta lamentablemente a multitud de cristianos. La ausencia de la autoridad moral, de la paternidad, origina un vacío de principios que genera una crisis brutal de identidad tanto a nivel personal —muchos niños están hechos polvo a los 12 años— como social.

El Señor guía siempre nuestras vidas hacia el bien y la santidad, y todos sus mandatos y preceptos van orientados a esa meta. La obediencia no es cumplir meramente unos mandatos: es conocer al Señor y fiarse de él, descubriendo en sus leyes mi propio camino de santidad, de perfección. Por eso obedezco: porque Dios es bueno, y es bueno aquello que me pide, aunque sea arduo.

Quien añade o interpreta subjetivamente los mandatos divinos acaba enmendando la plana a Dios. Él sabe más, ve mucho más, conoce hasta lo más íntimo del corazón humano. Y si a través de un profeta se molesta en comunicar alguna cosa, ¿cómo vamos a ser tan cazurros de pensar que sabemos más que Dios? Y si se ha molestado en encarnarse para hablar nuestro propio lenguaje, ¿vamos a pensar que estaba equivocado o se ha pasado con la bebida? Cuando Cristo pronuncia verbo, sujeto y predicado, nuestra tarea, la tarea de la Iglesia desde hace dos mil años, ha sido y será siempre, escudriñar y discernir el significado de sus palabras y lo que manifiestan, unido siempre a sus acciones, claro. Para ello, contamos con la historia de dos mil años de vida y de reflexión de miles de santos. “La obediencia vale más que el sacrificio, y la docilidad, más que la grasa de carneros”. El salmo es una advertencia al soberbio.

Que el Señor nos conceda una docilidad a sus mandatos.