La escultura de David, de Miguel Ángel, es considerada una de las más bellas del mundo. El autor se basa en el relato de la primera lectura, en el que se ha omitido parte del texto, donde encontramos la razón de por qué el genial escultor cinceló al adolescente tal y como le trajo Dios al mundo: Saúl ordenó poner su propia armadura al joven para enfrentarse a Goliat, pero al dificultar sus movimientos por no estar acostumbrado, David se la quitó. Y así, arropado únicamente con su fe en el Señor y armado únicamente con la honda, venció al orgulloso gigante de los filisteos.

Su desnudez nos habla de la pureza, de la fuerza que adquiere el hombre cuando la armonía divina lo llena todo. Es el hombre en su sencillez, en su verdad, que emprende las batallas de la vida ante la mirada de Dios. Así creó a Adán y a Eva; así renunció san Francisco a toda pompa; y así estaremos en el Cielo.

Los ropajes del orgullo y la autosuficiencia, representados por Goliat, nos hablan de la apariencia, de la mera fuerza física, del ruido aparatoso, que son los envoltorios de la propia debilidad que no desea ser manifestada. El orgullo necesita ropajes para que no se vea su vulnerabilidad.

La fe en el Señor es nuestra gran arma, la roca que ponemos en la honda. Únicamente con ella los santos han emprendido grandes gestas que parecían imposibles a los ojos humanos, tan dados a los cálculos de mercado, previsiones de crecimiento y estadísticas de impacto social. La fe enfrenta montañas como Goliat, superadas y abatidas por la sencillez de la fe. Así venció San Vicente, cuya memoria celebramos hoy.

Miguel Ángel pintará más adelante otra obra maestra de la pintura, la Capilla Sixtina, en que los vestidos también brillarán por su ausencia. Esta desnudez, lejos de querer provocar el genial pintor una destemplanza sujeta a miradas torcidas —que acabarán tapando posteriormente casi todo—, plasma una visión trascendente de la vocación última del hombre, que ha salido de las manos de Dios y que lo recibe todo de Él: “Bendito el Señor, mi Roca, que adiestra mis manos para el combate, mis dedos para la pelea; mi bienhechor, mi alcázar, baluarte donde me pongo a salvo, mi escudo y refugio, que me somete los pueblos”.

La roca es tu Señor, la honda, tu fe. No necesitas nada más. El resto de cosas, pasarán.