El salmo de hoy lo compuso David basándose en el mismo episodio que nos describe la lectura: la primera vez que perdona la vida al rey Saúl. Aunque el relato acaba con el arrepentimiento del envidioso, la relación entre ambos seguirá distante: habrá un segundo episodio en que David le vuelve a perdonar la vida a Saúl, que está pronto a su fin. No quiero hacer un spoiler: tendrás que leer los capítulos 26 al 31 del primer libro de Samuel.

David tiene misericordia del ungido del Señor. Aunque destronado por el mismo Dios, —lo vimos hace unos días—, Saúl fue en su momento elegido y ungido, como lo fue posteriormente David. Ese respeto reverencial detiene su mano en un momento de auténtica vulnerabilidad de Saúl.

Los deseos tenebrosos del anciano rey son correspondidos con misericordia, y de este modo David logra ablandar su corazón, derribar el muro de la envidia, desmontando piedra por piedra la muralla que oscurecía la visión de Saúl.

Este modo de proceder de David nos muestra el camino de la misericordia. No es fácil responder así a los ataques, las calumnias, los odios, las venganzas, las injusticias, los desprecios y las envidias. La misericordia nunca quita la gravedad a tales males: no los elimina. Más bien los pone en evidencia. Y ese bálsamo de verdad que aplica la misericordia manifiesta el fracaso del mal, muestra su fealdad, su podredumbre. Todo mal en sí mismo es siempre un fake. La misericordia, entre otros muchos beneficios, desenmascara el poder del mal en nuestras vidas.

El Señor llama, elige a los Apóstoles para que aprendan el camino de una misericordia infinita: la que brotará de su corazón en la cruz. Y desde entonces, ha elegido a millones de personas, cuya vocación —la tuya y la mía— es llevar ese nuevo camino a todos los hombres. Necesitamos desenmascarar tanto mal como hay en este mundo.