Entre las muchas conversiones que aparecen en el Nuevo Testamento, la de Saulo de Tarso es la más famosa y trascendente. Sabemos lo que ocurrió ese día camino de Damasco de su propio puño y letra, lo que nos permite empatizar más con el protagonista. En sus cartas aporta otras muchas pinceladas de su vida personal: sus orígenes, sus costumbres, sus avatares. Su conversión parte en dos su vida, con un “antes” y  un “después” que encontramos en la vida de tantos grandes personajes en la historia de la humanidad.

Puede que no se cayera del caballo, como piadosamente algunos cuentan, pero desde luego sí se derrumbó “su mundo”, se cayeron sus ideas y, en cierto modo, se cayó su vida. Hasta ese día profesaba un judaísmo estricto y fiel como buen fariseo; y hacía gala también de su condición de ciudadano romano, culto y reconocido. Con una marcada personalidad y un temperamento fuerte, es fácil imaginar porqué los cristianos le temían tanto.

Pero todo cambió. Vio a Dios. Pero no sólo con los ojos del cuerpo, sino con los del alma. Resulta difícil explicar cómo un judío tan religioso, con tanta formación, con tanta experiencia, reconozca abiertamente que había fracasado: tanto tiempo creyendo alabar a Dios, y en el fondo no le conocía de verdad.

Jesús tuvo misericordia de él y se le manifestó, se le apareció de un modo extraordinario para que contemplara su grandeza y su gloria. Era el mismo Yahveh, pero con un rostro humano, un nombre concreto y una historia reciente que Saulo conocía a duras penas.

La fe viene de arriba: es Cristo quien se nos revela, quien nos ofrece la vida divina, quien nos transforma en hijos del Padre, templos del Espíritu Santo y nos hace coherederos con Él del Reino de Dios.

Podemos ver en la conversión de San Pablo una característica propia de la vida cristiana: no se construye de abajo hacia arriba, como si los hombres aportamos nuestra ideas y experiencias y de ese modo organizamos un sistema religioso más o menos conseguido. El Evangelio es un movimiento a la inversa: se construye de arriba abajo. Se trata de Dios que manifiesta a la humanidad su grandeza, su poder, su salvación y su ternura.

La tarea que nos pide Cristo en el evangelio de hoy, “proclamar el evangelio a toda la creación”, consiste en ser cauce para que muchos puedan ver a Dios, conocerle y amarle. La Iglesia nace y adquiere su identidad más profunda cuando se sabe instrumento para que todos los hombres lleguen al conocimiento de Dios. Jesucristo es la luz más hermosa que ilumina a la humanidad.

Hoy concluye el Octavario de oración por la unidad de los cristianos. Y rezamos especialmente para que la luz que viene de arriba ilumine los caminos de aquí abajo, tan enrevesados a lo largo de la historia por intereses que distan mucho de lo que Dios desea. Él es la fuente de la Iglesia; Él es la cabeza del cuerpo que forman todos los asimilados a Cristo por medio de la fe y del bautismo.

Que San Pablo, que vio a Dios y abandonó las medidas humanas, nos ayude a todos a pensar y a vivir al modo divino, a desprendernos de aquello que tanto nos estorba en nuestra vida y empobrece la predicación del Evangelio.