MIÉRCOLES 29 DE ENERO DE 2020 / III SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO CICLO A

ARAR, SEMBRAR, REGAR (Marcos 4, 1-20)

Un buen día, aunque nosotros no lo recordemos, o muchos y muchos días, alguien nos miro como un labrador mira a su tierra, con amor, y con delicadeza pero con constancia, removió nuestro corazón, como el labrador remueve la tierra al ararla, provocando en nosotros el despertar de nuestra profunda humanidad, el deseo de amar y de ser amados.

Un buen día también, ese mismo “labrador”, u otro, u otros, plantaron en nuestra tierra la semilla de la Palabra, es decir, nos anunciaron, con su palabra y con sus gestos, la Palabra de Dios. Nos hicieron ver que Jesús el Cristo nos muestra que Dios Padre nos ama inmensamente. Y como buscábamos amar y ser amados, porque nuestro corazón no era de piedra sino de carne, y nuestro deseo de verdad, bondad y belleza era grande, acogimos como el gran tesoro de nuestra vida esa buena noticia, y el Espíritu Santo hizo el resto, y abrazamos con libertad y con inmensa alegría nuestra condición de cristianos.

Un buen día también, o mejor ahora si que seguro, muchos y muchos días desde aquel último momento, varios sembradores de la Palabra de Dios nos han llevado una y otra vez a la fuente donde está el agua que sacia hasta la vida eterna, y así han regado una y otra vez nuestra pobre tierra, amenazada por la sequía y el calor que endurecen la mente y el alma. Y gracias al agua de la regeneración hemos crecido en la fe y hemos aprendido que nuestra vida sólo da fruto si esta unida a la Vid Verdadera.

Y un buen día alguien también nos dijo, en nombre de Jesús, que estábamos llamados a ser sembradores, para poder dar a los demás gratuitamente lo que gratuitamente hemos recibido, y así nos hemos convertido en sembradores de la Palabra. Y sin dejar de cuidar nuestra propia tierra, o mejor dicho, dejando que la iglesia nuestra madre siga regándola con la Palabra y los sacramentos de la vida, nos hemos puesto en camino para arar, sembrar y regar la tierra de nuestros hermanos los hombres, despertándoles al deseo de vivir la vida en plenitud, ofreciéndoles el don del Evangelio para que vivan en abundancia la vida nueva en Jesús, y llevándoles de la mano, una y otra vez, a las fuentes de esa gracia que brotan del amor de Dios.

Y así, como nosotros, muchos podrán rezar como hizo San Agustín:

¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé!

Y ves que tú estabas dentro de mí y yo fuera,

 y por fuera te buscaba; y deforme como era,

me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste.

Tú estabas conmigo mas yo no lo estaba contigo.

Me retenían lejos de ti aquellas cosas que,

si no estuviesen en ti, no serían.

Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera;

brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera;

exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti;

gusté de ti, y siento hambre y sed;

me tocaste, y me abrasé en tu paz.