¡Cuántos hay que ante los problemas dan la vuelta y siguen avanzando; se encuentran con otro problema y vuelven a cambiar de dirección! …  Así, una y otra vez, hasta que no saben muy bien dónde están ni hacia dónde van … Sin embargo, a veces es sensato huir.

Escuchamos otra huida en el Evangelio: “¿Cómo te llamas? -le preguntó Jesús-; ‘Me llamo Legión -contestó el diablo-, porque somos muchos’ (…) Había cerca una gran piara de cerdos hozando en la falda del monte. Los espíritus le rogaron: Déjanos ir y meternos en los cerdos. El se lo permitió. Los espíritus inmundos salieron del hombre y se metieron en los cerdos; y la piara, unos dos mil, se abalanzó acantilado abajo, y se ahogó en el lago”.

Esta es la huida de los miedos ante Dios: Expulsar de nosotros las excusas, prejuicios y miedos que nos da el entregarnos a Él y cumplir su voluntad.

Nos agobian muchos obstáculos, pero, a veces, creemos que desaparecen tras un acantilado, escondidos en unos cerdos. Son esos miedos que nos hacen daño (así, dice el Evangelio del endemoniado: “Se pasaba el día y la noche en los sepulcros y en los montes, gritando e hiriéndose con piedras”). Pero, esos temores insuperables, no son sino cobardes en sí mismos.

Son los miedos que, en el fondo, son una falta de amor, o el no haberse encontrado con Jesucristo. A veces el corazón está dispuesto a entregarse, pero hay intenciones bastardas que nos impiden decir el sí definitivo: Quiero a mi novi@, pero tengo que asegurarme de que vaya a ser feliz”; “Sería sacerdote, pero no quiero que me “inquiete” el celibato (o la obediencia)” …

Sin embargo, para el verdadero enamorado, los problemas se superan juntos, no se esquivan.

Dejar huir a esos miedos, que los encierra la barrera de nuestra seguridad, es bueno … La Virgen podría tener muchas preguntas ante lo que no entendía, pero jamás tuvo turbaciones, ya que se fiaba de Dios. ¡Hagamos lo mismo!