En las lecturas de hoy descubro la constante necesidad que tenemos de dejarnos enseñar. A veces, en la experiencia del colegio, he lamentado la resistencia de muchos alumnos para ser enseñados. Ciertamente esta también puede darse en los profesores, que si son buenos, aprenden en cada clase. Y lo mismo podríamos decir de quienes ejercemos el ministerio sacerdotal. Una tentación puede ser creer que ya lo sabemos todos. Creo recordar que en una de las fórmulas que propone el ritual de Bautismo, en el momento de las renuncias, se indica como seducción de Satanás el creer que ya estamos convertidos del todo.

En el Evangelio nos encontramos con aquellos vecinos de Nazaret que un sábado, al acudir a la sinagoga, se encontraron con que era Jesús quien hablaba. ¡Y cómo lo hacía! Se explicaba con una autoridad inaudita. Casi había que hacerle caso a la fuerza, por sus palabras y el modo de decirlas. Pero ese no es el modo de Dios, que siempre respeta nuestra libertad. Y aquellos hombres, aquel día, como nosotros hoy, tenían que elegir dejarse enseñar por Jesús. Eso significaba reconocer una ignorancia y, aún más profundamente, una necesidad. Además, no sabían que era Dios, y de ahí un obstáculo mayor. ¿Cómo alguien que es como nosotros va a enseñarme a mí? Y aparecen todas esas objeciones, “tan razonables”, “tan humanas”, sobre si ya lo sabemos todo sobre Jesús, que es de los nuestros desde pequeño y, ¿qué va a saber él que nosotros no conozcamos?. En definitiva, no querían dejarse enseñar. Un profesor nos recordaba que la virtud de la docencia, de saber enseñar, es muy importante pero que, finalmente, resulta inútil si en quien escucha no se da otra virtud, la de la “discencia”, que vendría a ser la capacidad para aprender.

En la primera lectura también se nos habla de otro camino del que se vale Dios para irnos adentrando más en sus misterios. Comienza por una afirmación que siempre impresiona: “todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra lucha contra el pecado”. Hoy, al celebrar a los mártires san Pablo Miki y sus compañeros, entendemos mejor lo que significan esas palabras. Porque ellos sí que llegaron a la sangre, derramándola por fidelidad a Cristo.

Y después se nos habla de cómo Dios nos tiene que corregir muchas veces para que nos apartemos del mal y nos enamoremos más profundamente del bien. Nadie quiere ser reprendido, pero a veces es el único camino para que “lleguemos a entender”. De hecho el castigo, cuando es justo, (a veces se castiga de forma desproporcionada o inoportuna entre los hombres), ayuda a enseñar a “aprender”. A darnos cuenta de que hay cosas que hacemos mal y a empeñar nuestra vista y nuestro corazón en lo bueno.

Y a continuación se señala otro aspecto importante para que podamos aprender: “fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes…” Es decir, para aprender y gustar las cosas de Dios necesitamos de la ayuda de otros. No es un camino que podamos realizar solos. Cuanto ayuda que alguien nos anime cuando nos encontramos ante una dificultad grande que pensamos insalvable. Y también cuánto crece el que se detiene para acompañar a otro.

Que la Virgen María nos ayude a ser, como ella, dóciles a la palabra del Señor para así crecer en santidad.